Hoy como ayer, el mismo dilema: ¿qué es lo que merece la criatura humana: risa o compasión?
Esta tarde, mientras caminaba por la calle de la Huchette las vi, arrogantes, dueñas del mundo, empowered, humillando a todos con su venenosa felicidad: las parejillas de enamorados. Caminan abrazados de la cintura por el centro de la calle, se detienen a besarse ostentosamente en las esquinas, avasallan al mundo con su prepotencia à deux, con la tácita soberbia de la felicidad. No sé si sea genuina o mero atuendo. Me da igual. Las miro con cólera. Exhibir la propia felicidad es algo obsceno, vulgar.
En un momento preciso fijé la mirada sobre una mujer que hablaba de cerca con su compañero. Pelo negro, tez oscura, verdes ojos. ¿Cómo no verla? Y de inmediato se aferró a su macho como si buscase, desde el fondo del instinto, protección. No había sin embargo nada de torvo en mi mirada. Simplemente quería humillarme. La hembra que deriva toda su fortaleza de su proximidad al macho alfa. Una manera de proclamar el acierto de su elección y la gloria de haber sido elegida. La raza de los fuertes, los que se han naturalmente encontrado el uno al otro en virtud de su superioridad sobre el resto de la especie.
Un minuto después, mientras avanzaba entre la muchedumbre, me sentí empujado por la espalda. Me hice a un lado, y ahí iba, la otra parejilla de porquería. Tomados por la cintura. “Que el mundo nos abra paso: aquí venimos nosotros” -su actitud parecía decir-. No recibí una disculpa, ni siquiera miraron hacia atrás para ver la reacción del cuerpo con el que venían de chocar, la masa que habían desplazado hacia la acera. Siguieron abrazados, los tortolitos. Ajenos al mundo. Vencedores del mundo. Solos contra el mundo. Eximidos de las reglas a las que estamos sujetos nosotros, hijos del silencio, amamantados por la soledad. Por el centro de la calle, las cabezas reclinadas la una contra la otra, las cabelleras confundidas, constituyéndose en una especie de monstruo bicéfalo. Pensé en Vigny: “Para nuestros cabellos unidos, un lecho silencioso”. Al avanzar creaban un perímetro de vacío en derredor. Retroalimentándose mutuamente con su ilusoria sensación de poder. Porque es de su súbito poder sobre el mundo, de lo que disfrutan las parejas que vienen de conocerse. Más que nunca, la Voluntad de Poder de Nietzsche asoma aquí su espernible cabeza de Gorgona.
Dos soledades en una. Disfrazadas de unión profunda. Ya lo dijo Machado: “No puede ser amor de tanta fortuna: dos soledades en una, ni aun de varón y mujer”. Pronto se encargará la vida de separarlos. Violenta o inadvertidamente. Y la hembra que se abrazaba, fingiendo aprensión, a su bello macho; y la pareja que me echó a un lado sin pedir disculpas, todos volverán a su condición de seres miserables y valetudinarios. El espejismo de poder se habrá difuminado, y el mundo los hará verse diminutos y ridículos. Por lo que a mi atañe, poco me importa la mirada despectiva de la hembra que busca protección bajo la axila de su macho, o la pareja que avanza, ciega y sorda, llena de sí misma, por el centro de la calle. Las utilizo, las convierto en materia prima literaria, las observo y río de ellas.