El triunfo de Donald Trump en Estados Unidos (EE. UU.) se origina en los cambios demográficos, en la inseguridad económica, el malestar derivado de la desigualdad, el activismo en redes sociales, la rivalidad con China, la pérdida de credibilidad de las élites, el fundamentalismo evangélico, el desempeño de Kamala Harris durante la campaña y, hasta cierto punto —para algunas personas— la misoginia.
Esta victoria en el poder ejecutivo, el Congreso, el voto popular y en los estados bisagra también se extiende a espacios tradicionalmente demócratas.
Recordemos que el país norteamericano se transforma en multiétnico. Esto hace que los blancos desarrollen miedo ante la perspectiva de perder identidad. La retórica trumpista de la invasión y el argumento racista que los inmigrantes “envenenan la sangre del país” se aprovecha de temores infundados.
La globalización y el desplazamiento de empresas hacia el extranjero afectó el empleo de la clase trabajadora, la cual abandonó a los demócratas —y la cual también fue “abandonada” por los demócratas, según voces críticas internas como Bernie Sanders—.
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Además, la creciente desigualdad contribuyó a la insatisfacción, expresada en deseo de cambio. De acuerdo con el Pew Research Center, el porcentaje de adultos que viven en la clase media pasó del 61% en 1971 al 50% en el 2021.
Entre las razones económicas podemos sumar los altos porcentajes de inflación y aumentos en el costo de vida al inicio de la administración Biden.
Los estadounidenses son muy críticos con China y aunque existe convergencia de demócratas y republicanos, la posición de Trump es más dura y eso da réditos. Un 81% tiene una visión desfavorable de los chinos. La mayoría los ve como competidores (50%) o como enemigos (42%).
En resumen, la percepción del rumbo del país que desarrolló la población influenció el resultado electoral. Más del 66% de los ciudadanos considera que el país va en dirección equivocada; esto explica en parte el deseo de cambio y la desconfianza hacia el gobierno. Trump era a la vez el candidato del cambio y de la nostalgia; una rara combinación.
El republicano dijo que sobrevivió al atentado del 13 de julio pasado contra su vida por un designio divino. Dios lo habría salvado porque le asignó la misión de rescatar el país, según sus palabras. En lo nacional, el 67% de los evangélicos blancos tiene opinión favorable sobre Trump. Esta corriente representa aproximadamente un 25% de la población.
Estos resultados electorales empiezan a reflejarse en las escogencias del gabinete. Las decisiones están marcadas por beligerancia hacia China, líneas duras en inmigración y deconstrucción de las instituciones del Estado, unilateralismo en política exterior, venganzas con enemigos políticos y concentración de poder en la presidencia.
El nombramiento del senador Marco Rubio como secretario de estado, conocido por su dura actitud con respecto a China, acompañado del congresista Mike Waltz en el Consejo de Seguridad, quien define a China como “amenaza existencial”, presagian relaciones tensas con Pekín. La designación del banquero Howard Lutnik como secretario de comercio, defensor de las tarifas sobre las importaciones chinas, es concordante.
El batallón anti-inmigrantes estaría integrado por Kristi Noem, nombrada en Homeland Security; Tom Homan, proclamado “Zar de la frontera”, y Stephen Miller en la Casa Blanca. Homan tiene el antecedente de ser el autor de la separación de familias inmigrantes en la administración anterior.
El designado secretario de defensa, Pete Hegseth, también ha señalado su intención de ir hasta las raíces de la “basura socialmente correcta”, otra manera de designar el concepto de “enemigo interior”.
Mike Huckabee, designado embajador en Israel y prominente evangélico, representa al fundamentalismo religioso.
La transformación de la burocracia estará a cargo de Elon Musk y Vivek Ramaswamy, mientras que Pete Hegseth tendrá a su cargo purgar al Pentagono de militares que no sean leales al presidente, los tres sin experiencia previa en lo público.
El unilateralismo internacional de la nueva administración se expresa en la designación de la congresista Elise Stefanik como embajadora ante Naciones Unidas.
Trump tratará de cumplir sus promesas, la concentración del poder se lo permite. La guerra comercial con China se agudizará, las deportaciones iniciarán y las revanchas también.
La nueva política no tendría el sello misionero de prédica de derechos humanos y democracia. Más bien sería pragmática y transaccional. Alejada de grandes visiones, estaría centrada en el interés nacional puro y duro, en la negociación o castigo, caso por caso.
El nombramiento de Rubio como secretario de estado augura un enfoque de América Latina desde la perspectiva del viejo conflicto entre los EE. UU. y la Cuba marxista; pero también un endurecimiento de la posición de la política exterior de Washington con respecto a presencias extracontinentales en América Latina.
La guerra arancelaria tendería a provocar el repliegue de la inversión de sus empresas y pondrá en riesgo a los países que han apostado por el nearshoring y el friendshoring (México y Costa Rica).
Una cosa son México y Centroamérica con los problemas de migración, narcotráfico y cercanía geográfica, y otra es América del Sur, con una creciente presencia comercial y de inversiones chinas.
Habrá que distinguir entre zonas geográficas e intereses estratégicos diferentes. Los regímenes que se aparten de los intereses geoestratégicos de Estados Unidos no sufrirían intervenciones inmediatas, pero el proteccionismo de Trump no significará ausencia total de intervención frente a peligros serios en su patio trasero.
La visión de Trump sobre la política mundial es simplista y reduccionista. Los enemigos serían aquellos que tienen superávit comercial con el país y los amigos quienes acumulan déficits comerciales.
El segundo mandato de Trump ocurre en momentos en que el orden mundial se erosiona aceleradamente, la historia sufre un punto de inflexión (Zeitenwende), la hegemonía norteamericana se debilita pero no desaparece.