Detrás del discurso tremendista que pinta a Costa Rica como un país en ruinas, en donde nada funciona y todo está en crisis, existen intereses que se revelan en discursos que comparten una estrategia común: ignorar información que contradice esa construcción interesada de una imagen apocalíptica, de la que ciertos grupos se benefician de distintas maneras.
En estos grupos están, por ejemplo, los que en la campaña electoral pasada (que parece tan lejana aun cuando solo han pasado poco más de 2 años) insistían en la idea del cambio en razón de una situación, decían en su momento, caótica, con un país cayéndose a pedazos y en ruta a una debacle de proporciones bíblicas.
Son los mismos que, una vez que asumieron el Gobierno, presentaban una visión completamente distinta, probablemente más apegada a la realidad, cuando debieron salir, frecuentemente habría que agregar, a promocionar al país para propiciar la inversión extranjera.
Otro grupo es el de los que, desde una trinchera ideológica específica, pretende el debilitamiento del Estado. Para esta gente, el país ineludiblemente se dirige al barranco, y la única manera de evitarlo es descarrilando al Estado, ese monstruo de mil cabezas que reparte privilegios a unos pocos, en medio de una ineficiencia que nos cuesta miles de millones anualmente.
Los discursos se originan, uno, en el oportunismo, y el otro, en el radicalismo ideológico. Pero coinciden en su afán de mostrarnos una realidad parcial, en donde hay poco que rescatar y en donde la crítica incesante es válida ante una clase política que no escucha. Y uno de los argumentos más utilizados en este escenario, es el nivel de pobreza, que ha variado poco en los últimos 20 años, como una nuestra fehaciente del fracaso de los políticos y del Estado.
Hace unos días el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) presentó la última versión de su Atlas Cantonal de Desarrollo Humano, en el que se recogen “los índices de la familia de desarrollo humano con los que PNUD ha trabajado internacionalmente y los aplica a la realidad costarricense desagregándolos al ámbito cantonal”. Se trata de una medición que valora el nivel de desarrollo en los 81 cantones del país, y que se ha venido realizando desde hace ya varios años.
Signos positivos
El Atlas 2015 muestra algunos resultados positivos, que desafortunadamente pasaron desapercibidos para la mayor parte de la población. En el 2014 el 66,7% de la población vivía en cantones ubicados entre los categorías de alto y muy alto desarrollo humano, mientras que en 2010 ese porcentaje fue del 50%. Solo el 0,9% de la población vive en cantones de desarrollo bajo, después de que era un 2,0% en el 2010. Y del 2010 a esta fecha, 16 cantones mejoraron al menos 10 posiciones en el ranking .
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Esta información confirma la tendencia que ha venido señalando otros informes que analizan, utilizando datos duros y no percepciones, la evolución del país en distintos ámbitos del desarrollo. En la publicación “Reducir la pobreza en Costa Rica es posible. Propuestas para la acción”, elaborada también por el PNUD, se muestra que la pobreza, medida con el método de Necesidades Básicas Insatisfechas, ha venido mejorando notablemente del 2000 al 2011, reduciéndose en 11,5% los hogares con al menos una NBI, como parte de una mejora generalizada en todos los niveles.
Destaca además el dato del porcentaje de hogares pobres y pobres extremos que no tienen necesidades básicas insatisfechas, 3,0% y 9,2% respectivamente, lo que significa que personas pobres por ingreso al menos cuentan con “acceso a albergue digno; acceso a vida saludable; acceso al conocimiento; y acceso a otros bienes y servicios”.
Es decir, las personas clasificadas como pobres porque no tienen ingresos suficientes, tienen cubiertas un conjunto de necesidades básicas.
Otro indicador adicional es el Índice de Pobreza Multidimensional, lanzado en este gobierno. Los resultados para el periodo 2010-2015, muestran una mejoría importante, tanto a nivel nacional como regional en los ámbitos analizados. Datos de otros informes concluyen por ejemplo que la pobreza extrema sería el doble sin las transferencias del Estado, y que el coeficiente de Gini, que mide la desigualdad, sería aun peor sin esa asistencia.
De modo que, aunque seguimos teniendo espacio para mejorar, la realidad no es lo que nos dijeron en el 2014 y lo que repiten hoy los adalides del liberalismo. Ni tampoco una situación que sugiera, como hace poco lo hiciera de manera alucinante un columnista venido a menos en un medio digital, la necesidad de una revolución.
La valoración adecuada del camino que hemos venido recorriendo nos permite hacer ajustes serios y pertinentes, y no escuchar los destemplados cantos de sirena que hacen que el país se desvíe por sendas que son tan desconocidas como peligrosas.