Un motivo importante por el que la política occidental está en semejante estado de caos es el pesimismo de los votantes sobre el futuro.
Según el Pew Research Center, el 60 % de los occidentales cree que los niños de hoy estarán “peor financieramente que sus padres”, mientras que la mayoría de los europeos piensa que la próxima generación tendrá una vida peor. Para parafrasear al filósofo Thomas Hobbes, esperan que las vidas de los jóvenes sean solitarias, pobres, desagradables, toscas —y largas.
El pesimismo afecta a aquellos que se vieron perjudicados económicamente, así como a quienes temen que ellos (o sus comunidades) puedan ser los próximos. Afecta a la gente joven ansiosa por sus perspectivas y a la gente mayor nostálgica de su juventud. E incluye miedos económicos de que los robots, los trabajadores chinos y los inmigrantes estén amenazando la vida de su gente y, también, miedos culturales de que los occidentales blancos estén perdiendo su condición privilegiada tanto local como globalmente.
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Cuando la gente duda de que el progreso sea posible, suele tenerle miedo a un cambio de cualquier tipo. En lugar de centrarse en las oportunidades, ve amenazas por todas partes y se aferra más a lo que tiene. Las divisiones distributivas pasan a primer plano —y de manera tóxica cuando se las superpone con los choques de identidades—.
La política occidental puede volver a ser más alentadora, pero sólo si los políticos encaran primero las causas que originaron la desazón.
Los detractores de hoy vienen en tres tonalidades. Los pesimistas tolerantes —por lo general, votantes de centro derecha a los que les está yendo bien pero que temen por el futuro— creen que sacudir el sistema es imposible o indeseable, de manera que aceptan a regañadientes las perspectivas disminuidas de su país. Los políticos de este tipo parecen felices, en efecto, de gestionar una caída relativamente cómoda.
Los pesimistas ansiosos, por lo general en la centro izquierda, están más abatidos por el futuro, pero el simple hecho de suavizar sus aristas más filosas ya parece ponerlos contentos. Quieren invertir un poco más, y distribuir los frutos magros de un crecimiento débil de manera más equitativa. Pero, al mismo tiempo, cada vez tienen más miedo del cambio tecnológico y la globalización y, por lo tanto, intentan limitar su ritmo y su alcance. El objetivo de los políticos de centro izquierda de este tipo parece ser que una caída incómoda resulte más tolerable.
Finalmente, los pesimistas enojados —por lo general, los populistas y sus seguidores— piensan que las economías están amañadas, que los políticos son corruptos y que los de afuera son peligrosos. No tienen ninguna intención de gestionar la caída; quieren destruir el status quo. Y pueden buscar resultados donde todos salen perdiendo simplemente para que los otros sufran.
¿Y las soluciones?
Lo que estos grupos tienen en común es una carencia de soluciones viables. Los pesimistas tolerantes y los pesimistas ansiosos se centran tanto en los riesgos y las dificultades de un cambio que ignoran las desventajas de la inacción —en particular, el ascenso del populismo—, mientras que los pesimistas enojados suponen que pueden desbaratar el sistema manteniendo a la vez sus beneficios.
Las sociedades occidentales, a pesar de todos sus defectos, ofrecen una prosperidad, una seguridad y una libertad sin igual. El nacionalismo autoritario y el populismo económico ponen eso en peligro.
Si bien la relativa caída de Occidente es casi inevitable, su disfunción económica no lo es.
Sin embargo, el pesimismo puede ser una profecía realizada. ¿Para qué sobrellevar reformas difíciles si un futuro oscuro parece inevitable? Como resultado de ello, los pesimistas tolerantes y los pesimistas ansiosos tienden a elegir gobiernos que eluden las decisiones difíciles (da fe de ello la gran coalición de Alemania), mientras que los pesimistas enojados empeoran las cosas (por ejemplo, al votar la agenda de “Estados Unidos primero” de Donald Trump o el Brexit).
No tiene por qué ser así. Como ha demostrado el presidente francés, Emmanuel Macron, los líderes audaces pueden triunfar con un mensaje de esperanza, apertura e inclusión, y promoviendo una visión de progreso basada en reformas creíbles.
En mi libro Primavera europea, presento un plan de acción para un cambio económico y político en Europa, que en gran medida podría aplicarse a otros países excesivamente pesimistas -particularmente Estados Unidos.
Inspirar y tranquilizar
Inspirar y tranquilizar a los votantes es un desafío político, no tecnocrático. Pero también exige políticas ambiciosas para expandir la torta económica más rápido y compartirla de manera más justa. Tres grandes cambios serían de utilidad.
Primero, los gobiernos deben hacer más para promover el crecimiento de la productividad, que es la base de estándares de vida más altos. Estimular la inversión -en tecnologías verdes, por ejemplo- impulsaría la demanda hoy y aumentaría la capacidad productiva más adelante. Financiar nueva investigación, expandir el acceso al capital de riesgo y desarrollar una regulación de respaldo también ayudaría.
Segundo, para fomentar la creación de valor, las autoridades deben tomar medidas enérgicas en cuanto a la extracción de valor. Aliviar las restricciones al desarrollo frenaría la especulación inmobiliaria y les permitiría a las ciudades crecer, generar más empleos y aumentar la oferta de vivienda asequible.
Las reformas financieras, incluida la eliminación de los subsidios impositivos para deuda, estimularía las inversiones de capital en la economía real. Una política de competencia más dura y procesos simplificados de creación de empresas reduciría las ganancias de los monopolios y empoderaría a las empresas nuevas.
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Tercero, los gobiernos deben apuntalar tanto la oportunidad como la seguridad. Para aceptar el cambio y asumir riesgos, todos necesitan capacidades flexibles, un ingreso decente y una red de seguridad confiable. Como en Estonia, cada niño debería aprender programación informática, Un mejor acceso a la educación superior ampliaría los horizontes, inocularía contra el populismo e impulsaría los ingresos. Una formación continua debería volverse la regla, como en Dinamarca.
Los salarios reales tienen que aumentar. Los países podrían emular a Gran Bretaña y aumentar el salario mínimo, u ofrecer mayores créditos impositivos a los trabajadores peor remunerados. Se podrían recortar los impuestos al trabajo gravando los valores de la tierra. Y un estado de bienestar modernizado necesita ofrecer una mayor seguridad para los trabajadores autónomos.
Un préstamo de capital de unos 10.000 euros, dólares o libras —financiado por un impuesto a los legados vitalicios o un gasto tributario progresivo— le ofrecería a cada joven una participación en la sociedad, una protección contra el infortunio y los medios para invertir en su futuro. Como sucede en Suecia, las pensiones estatales deberían ajustarse automáticamente con el tamaño de la fuerza laboral, fomentando la inmigración.
Las mejores políticas económicas no pueden curar todos los males sociales o culturales. Pero sí pueden ayudar a Occidente a evitar su pesimismo pernicioso, y hacer posible una política de optimismo liberal y progresivo.
Philippe Legrain, exasesor económico del presidente de la Comisión Europea, es miembro sénior visitante del Instituto Europeo de la London School of Economics y autor de European Spring: Why Our Economies and Politics are in a Mess – and How to Put Them Right.
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