Conforme se profundiza la crisis en Venezuela, los conservadores en Estados Unidos y otros países señalan alegremente el desastre del chavismo para alertar de los peligros del “socialismo”. Y ahora que en España el partido de izquierda Podemos parece ir camino a la división, y en Grecia Syriza no deja de perder popularidad desde 2015, hasta los observadores imparciales podrían concluir que la “marea rosa” del populismo de izquierda está retrocediendo.
Pero esos análisis mezclan fenómenos políticos que tienen poca relación entre sí. El único programa que se proclamó representante exclusivo del “pueblo” y declaró ilegítima toda oposición al “socialismo del siglo XXI” es el chavismo, que de hecho plantea una clara amenaza a la democracia. Pero el chavismo es una ideología particular de izquierda insertada en un marco común a todos los populistas.
En definitiva, los populistas –de izquierda o derecha– se presentan como los únicos representantes de un pueblo homogéneo, virtuoso y trabajador. Describen a todos los demás contendientes por el poder como corruptos y a todos los ciudadanos que no los apoyan como traidores. Hacen una política no solo antielitista, sino también antipluralista.
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Pero otras formas contemporáneas de lo que se denomina “populismo de izquierda” se comprenden mejor como intentos de reinventar la socialdemocracia. Son programas que operan dentro de los límites del pluralismo democrático (aunque algunos también los han estirado en forma preocupante: Syriza es culpable de intentar debilitar la independencia de los tribunales y de los medios de prensa libres). Donde tuvieron éxito y respetaron las normas del juego democrático, han creado nuevas opciones para la ciudadanía, y así han restaurado un sentido de representación política que se había perdido.
Ante el surgimiento de estos partidos, la respuesta refleja fue desestimarlos automáticamente como “antisistema” y, por tanto, parte del problema. Pero esta interpretación perezosa es errónea, lo mismo que la idea de que en todas partes “el pueblo” clama por formas de política más polarizantes y emocionales. Estos partidos y movimientos hicieron avances políticos y electorales no porque sean “populistas”, mucho menos porque quieran debilitar la democracia, sino porque ofrecen algo decididamente izquierdista.
Los principales pensadores actuales de la izquierda populista afirman dos cosas en relación con su estrategia política. La primera es que el populismo está llenando el vacío que dejó tras de sí la izquierda tradicional cuando convergió con la derecha para producir una forma de política que la politóloga Chantal Mouffe, asesora de Podemos y de La France Insoumise, describió en los inicios de este siglo como “posdemocrática”. La adopción por parte de los socialdemócratas en todo Occidente del centrismo de la Tercera Vía –o “thatcherismo con rostro humano”– dejó a la ciudadanía sin una alternativa real. Como observó Mouffe, la diferencia entre los partidos políticos principales terminó siendo la misma que entre Pepsi y Coca Cola.
En opinión de Mouffe, el populismo de derecha de Jean-Marie Le Pen en Francia y Jörg Haider en Austria fue un “grito del pueblo” contra la falta de opciones. El inesperado éxito que tuvo en Europa el conmovedor libro de memorias de 2009 Retour à Reims [Regreso a Reims], del sociólogo francés Didier Eribon, se debió en parte a que retrata perfectamente la dinámica que Mouffe y otros diagnosticaban. La madre de Eribon, que antes apoyaba a los comunistas, ahora vota por la ultraderechista Agrupación Nacional (ex Frente Nacional) de Marine Le Pen, como protesta contra los modernos socialistas devenidos neoliberales.
“La casta”
Pero se puede coincidir con el diagnóstico de los populistas de izquierda sin aceptar su segunda gran afirmación: que la mejor respuesta a la crisis de representación actual es enmarcar la política como un conflicto entre todos los ciudadanos sin distinción de ideas y una minúscula camarilla de oligarcas, “la casta”. Esta presentación lleva implícita la idea de que los ciudadanos –igual que la madre de Eribon– están cansados de todo aquello que se relacione con la izquierda tradicional y buscan una mirada nueva. O como dice Podemos: “Para hacerlo bien, no hay que hacer lo que haría la izquierda”.
De modo que durante la crisis del euro, la izquierda populista elaboró una “estrategia transversal” que buscaba atravesar las divisiones ideológicas tradicionales, basándose en el supuesto de que la ciudadanía estaría abierta a que se culpara por sus padecimientos a la oligarquía financiera. La idea era atraer no solo a gente de izquierda, sino también a simpatizantes de partidos populistas de derecha, colocándose en una posición que en los hechos era de izquierda, aunque no lo fuera tanto de nombre; se esperaba que los votantes dejarían de echar la culpa de sus problemas a los inmigrantes en cuanto se identificara al capitalismo financiero como el verdadero culpable.
Pero aunque la crítica al capitalismo financiero pueda ser justificada, ¿tienen razón los modernos populistas de izquierda al pensar que invocar al “pueblo” movilizará a la ciudadanía, en particular a los trabajadores, mientras que un discurso izquierdista revitalizado no lo logrará? Admitiendo que para someter a prueba empírica esta cuestión no bastan una o dos elecciones, hasta ahora los datos no respaldan una estrategia populista/nacionalista.
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Por ejemplo, en la elección presidencial francesa de 2017, Jean-Luc Mélenchon de La France Insoumise abandonó su retórica típicamente universalista y clasista, y adoptó en cambio el discurso “popular”. En sus mitines, las banderas rojas cedieron paso a la tricolor; y el lugar de la Internacional lo ocupó la Marsellesa. Pero aunque a Mélenchon le fue bien en las urnas y casi llega a la segunda ronda, el sociólogo francés Éric Fassin señala que La France Insoumise solo le arrebató al Frente Nacional un 3% de sus votantes.
Mélenchon no es ni mucho menos el único izquierdista europeo que concluyó que la “estrategia transversal” exige un giro al nacionalismo. Sahra Wagenknecht, del partido alemán Die Linke (La Izquierda), formó un movimiento para unir a seguidores de varios partidos de izquierda y al mismo tiempo seducir a votantes de la ultraderechista Alternative für Deutschland. Pero hasta ahora, el único rasgo distintivo del movimiento, llamado Aufstehen (“levantaos”), es la oposición a las “fronteras abiertas”.
Esa estrategia puede fácilmente resultar contraproducente. Como mucho, parece más probable que fortalezca la posición de los populistas de derecha al aceptar la premisa de sus políticas de inmigración, y al mismo tiempo se gane el rechazo de la izquierda internacionalista. Es lo que parece estar sucediendo en Italia, donde el control de la agenda de gobierno lo tiene la ultraderechista Liga, no su socio mayor en la coalición, el Movimiento Cinco Estrellas.
Como señala Fassin, en vez de apuntar a los trabajadores cuya atracción hacia los populistas de derecha puede deberse o no a un rechazo al capitalismo irrestricto, la izquierda debería concentrarse en llevar otra vez a las urnas a los ciudadanos que no votan. Es muy posible que estos estén buscando políticas inspiradas por ideales de solidaridad social en vez de un recrudescente nacionalismo.
La izquierda triunfó cuando ofreció alternativas claras en temas como la política de vivienda y la regulación financiera, no cuando invocó al “pueblo” –y mucho menos a “la nación”–. A modo de ejemplo, piénsese en Jeremy Corbyn, líder del laborismo británico, y Bernie Sanders, el senador independiente que llevó adelante una campaña sorpresivamente exitosa contra Hillary Clinton en las primarias demócratas para la elección presidencial de 2016 en Estados Unidos y que competirá nuevamente en 2020. Lo que estas figuras proponen no es “socialismo”, sino algo de sabor socialdemócrata que puede resultar atractivo a todos los que están cansados de Pepsi, Coca Cola y tanta gaseosa neoliberal que hay.
Jan-Werner Mueller es profesor de Política en la Universidad de Princeton. Su último libro se titula What is Populism?