¿En quién confiaría más, en el presidente ruso Vladimir Putin o en el alcalde de Chicago Rahm Emanuel?
Mientras Putin se deleita con la atención que está recibiendo Rusia como país anfitrión del Mundial de Fútbol 2018, Emanuel ha informado a la Federación Estadounidense de Fútbol y a la FIFA que Chicago no está interesada en ser ciudad anfitriona cuando el evento se celebre en Norteamérica en el 2026.
Canadá y México celebrarán diez partidos cada uno, y Estados Unidos otros 60. ¿Por qué se está absteniendo Chicago, la tercera mayor ciudad de EE. UU.?
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Para comprender lo que significa ser sede de un evento deportivo global, piénsese en el hecho de que el gobierno de Putin gastó entre $51.000 y $70.000 millones en los Juegos Olímpicos de Invierno del 2014 en Sochi, y se proyecta que destine al menos $14.000 millones a la actual Copa Mundial, que se celebra hasta el 15 de julio.
En el presupuesto ruso se contempla la construcción de siete nuevos estadios (incluido uno en San Petersburgo que costó alrededor de $1.700 millones) y la renovación de otros cinco recintos. Y eso sin contar los gastos adicionales para instalaciones de entrenamiento, alojamiento, ampliación de infraestructura y seguridad.
Cheque en blanco
Chicago, que ya fue anfitriona de la ceremonia de inauguración y el primer partido de la Copa Mundial de 1994, ha adoptado ahora una postura bastante diferente. Matt McGrath, vocero de Emanuel, acaba de declarar que "la FIFA no pudo dar un nivel básico de certidumbre acerca de algunas importantes interrogantes que ponen en riesgo a nuestra ciudad y a nuestros contribuyentes".
Señala que "la FIFA pedía algo parecido a un cheque en blanco", que incluía “la capacidad abierta de modificar el acuerdo… en cualquier momento y su exclusivo criterio”.
Más aún, la Federación Internacional de Fútbol Asociado ha requerido que el Soldier Field —sede del equipo de fútbol Chicago Bears— no se utilice durante dos meses antes del torneo.
La oficina de Emanuel concluyó que, a fin de cuentas, "la incertidumbre para los contribuyentes, junto con la inflexibilidad y poca disposición a negociar de la FIFA, eran indicadores claros de que seguir apostando a este evento no convenía a los mejores intereses de Chicago".
Además de celebrar entre dos y seis partidos (potencialmente en el curso de varias semanas), se espera de las ciudades anfitrionas de la Copa Mundial hagan una Fan Fest (celebraciones para fans), proporcionen instalaciones de entrenamiento para los equipos y ofrezcan amplias exenciones tributarias para una gama de actividades.
De hecho, la Federación prohíbe la tributación directa e indirecta para todos los ingresos originados en el evento, con excepción de las confederaciones de fútbol continental, emisoras del país anfitrión y asociaciones miembros de la FIFA, sus proveedores de servicios y sus contratistas. Sorprende poco, pues, que Minneapolis y Vancouver se hayan unido a Chicago en declinar el honor de ser anfitrionas.
Para justificar su actitud apremiante, la FIFA señala que "la Copa Mundial es un importante evento deportivo que atrae atención global hacia el o los país(es) anfitrión(es), y da la oportunidad de que reciban inversiones financieras significativas en infraestructura deportiva y pública". Y, aduce esta organización, eso "puede contribuir a importantes beneficios socioeconómicos de mediano y largo plazo… así como crecimiento económico".
Pero nótese lo cuidadosamente escogido del lenguaje. La FIFA solo promete una "oportunidad de recibir inversiones financieras significativas" en infraestructura, así como atención e inversiones que “pueden contribuir” al crecimiento. En realidad, los estudios académicos muestran evidencias de que la Copa Mundial raramente beneficia a los países y las ciudades anfitriones tanto como la FIFA quisiera que el público y las autoridades crean".
¿Con qué se queda Rusia?
Por ejemplo, pensemos en lo que Rusia obtiene a cambio de su inversión de más de $14.000 millones en el evento de este año. Mientras que todos los ingresos de venta de entradas, derechos de emisión internacionales y patrocinios irán directamente a la FIFA, Rusia se quedará con siete nuevos estadios y cinco recintos reformados que no necesita. Y, a menos que los demuela, tendrá que gastar decenas de millones de dólares cada año para mantenerlos. Mientras tanto, cientos de hectáreas de terrenos urbanos escasos habrán sido cedidos como emplazamientos de estos elefantes blancos.
No hay duda de que las imágenes de elegantes y modernas instalaciones se han diseminado por todo el mundo, pero no necesariamente a favor de Rusia. Aparentemente, no se pudo esconder los 6.000 asientos vacíos en el partido entre Uruguay y Egipto del 15 de junio.
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Si la historia es de fiar, es muy improbable que la Copa Mundial de 2018 aumente la inversión internacional o el comercio en Rusia, impulse su sector turístico o fortalezca el compromiso de su pueblo con la buena forma física.
Lo que hará es insuflar una breve sensación de orgullo nacional en parte importante de los rusos, ofreciéndoles una efímera distracción de los crecientes problemas del país.
Con o sin la Copa Mundial, la volatilidad de los precios del petróleo y las sanciones internacionales impuestas en respuesta a la anexión de Crimea por parte de Putin en 2014 seguirán nublando las perspectivas económicas de Rusia y reduciendo los estándares de vida de los rusos comunes y corrientes.
Así las cosas, ¿a quién le creería? Yo, a Emanuel.
Andrew Zimbalist, profesor de economía en el Smith College, es autor de Circus Maximus: The Economic Gamble Behind Hosting the Olympics and the World Cup (Circo Máximo: la apuesta económica tras optar a ser sede de los Juegos Olímpicos y la Copa Mundial).
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