Más allá de los impactos productivos y económicos, hay otros costos de esta pandemia a los que debemos dedicar atención.
¿Cuánto les cuesta a los jóvenes, a las familias, a la productividad del futuro el rezago escolar generalizado, el incremento de la exclusión escolar, ya de por sí crítica, y todo el conocimiento y destrezas que ya nunca recibirán?
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¿Cuánto cuestan la violencia doméstica, la pérdida de derechos, el daño a las relaciones personales y familiares, y el sentido de frustración de aquellos para quienes el aislamiento significa hacinamiento, pérdida de sistemas sociales de apoyo?
¿Cuánto nos costará el rediseño de proyectos de vivienda social que ahora sabemos que no están a la altura de los tiempos en cuanto a privacidad, conectividad, ventilación, y acceso a áreas de recreación y esparcimiento?
Xenofobia
¿Y qué tal el costo de las relaciones con naciones vecinas con las que nos hemos visto en conflictos sanitarios, comerciales y diplomáticos? ¿O el costo de cerrar las fronteras a una fuerza laboral inmigrante que ha significado productividad, control de costos, crecimiento de producción y exportaciones, y nos ha permitido mantenernos activos en sectores en los que ya no seríamos competitivos sin ellos?
Eso sin mencionar el costo social y moral de la xenofobia, que ya ha asomado su fea cabeza.
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¿Cuánto costará el aumento de la pobreza sobre familias que con mucho esfuerzo se había forjado un espacio en la clase media y que ahora, y pese a su inversión, trabajo y dedicación; regresan a una pobreza de la que les había tomado muchos años escapar?
¿Y cuánto nos cuesta el incremento de la desigualdad social? Como suele ocurrir, en las crisis se generan oportunidades que son aprovechadas por quienes tienen acceso a capital, conocimientos, tecnologías y contactos y; por tanto, pueden arbitrar la crisis y las oportunidades en su favor.
Difícil ponerles cifras en este momento, pero no los podemos obviar.