Cambridge. En momentos en que El capital en el Siglo Veintiuno , el polémico libro de Thomas Picketty, encabeza varias listas de los más vendidos, la desigualdad del ingreso (que se ha estado ampliando desde los años 70) vuelve a ser centro de la atención mundial. En el debate acerca de este problema, se han abordado muchas de sus repercusiones, como la menor cohesión social, el aumento de los barrios marginales, la explotación de la mano de obra y el debilitamiento de las clases medias. Pero hay un efecto que ha merecido relativamente poca atención: el desempleo juvenil y el subempleo en general.
Desde el inicio de la crisis económica global, el desempleo juvenil ha aumentado de manera importante. En los países desarrollados, un 18% de las personas de entre 18 y 24 años se encuentran sin empleo. Si bien la tasa de desempleo juvenil en Alemania sigue siendo relativamente baja (9%), es de un 16% en los Estados Unidos, 20% en el Reino Unido y más de un 50% en España y Grecia. Se estima que también en Oriente Próximo y el Norte de África los índices son muy elevados: un 28% y un 24%, respectivamente. En contraste, solo un 10% de los jóvenes de Asia del Este y un 9% de Asia del Sur están sin empleo.
No obstante, las autoridades han tomado relativamente pocas medidas para abordar el problema. Hoy el planeta arriesga padecer lo que la Organización Mundial del Trabajo (OMT) ha llamado una “generación perdida”: se espera que el desempleo juvenil llegue al 13% en 2018.
No hay un solo factor que explique esta tendencia. Por ejemplo, en China el desempleo juvenil se origina principalmente en el predominio del sector manufacturero, que ofrece muchas más oportunidades a los graduados de escuela secundaria que a los trabajadores formados en universidades.
Otro factor son los desajustes del mercado: en una encuesta realizada recientemente en nueve países de la Unión Europea, un 72% de los educadores respondieron que los recién graduados podían satisfacer las necesidades de los potenciales empleadores, pero un 43% de estos señalaron lo contrario.
Desigualdad es la clave
Sea cual sea el factor principal que subyazca al alto desempleo juvenil, no hay duda de que la desigualdad del ingreso exacerba el problema. En pocas palabras, muchos empleos (en especial los más lucrativos) están al alcance casi exclusivamente de jóvenes procedentes de entornos pudientes.
Por ejemplo, en el Reino Unido, solo un 7% de los niños y jóvenes van a escuelas privadas, pero cerca de la mitad de los directores ejecutivos del país y dos tercios de sus médicos han sido educados en ese sistema. Se estima que esta tendencia continuará y que la próxima generación de doctores habrá nacido en familias pertenecientes al 20% más rico de la población.
Hay varias razones posibles para este patrón. Para comenzar, es necesario haberse educado en los centros más prestigiosos para alcanzar los puestos de mayor estatus, y eso cuesta dinero. Más aún, muchos periodos de prácticas (requisito para la mayoría de esos empleos) no se pagan, con lo que se vuelven casi inaccesibles para quienes no cuenten con familias que puedan mantenerlos económicamente en el entretanto.
Y no se necesita solamente dinero. En muchos casos, los empleos y prácticas más valorados, e incluso las admisiones a los mejores centros educativos, son mucho más asequibles para quienes pertenecen a la red personal o profesional de los empleadores. En un mercado laboral que premia más los contactos que los conocimientos, los jóvenes con padres bien conectados cuentan con una ventaja evidente.
La desigualdad se agrava si los procedimientos de contratación vienen inherentemente sesgados. Si bien en teoría las empresas reconocen el valor de reunir talentos procedentes de una diversidad de medios, tienden a contratar candidatos con habilidades, experiencias y cualificaciones similares. Incluso si una persona con una formación o experiencia de trabajo diferente se las arregla para entrar en contacto directo con quienes seleccionan personal, debe superar la percepción de que representa una opción más riesgosa.
El hecho de que los resultados académicos se encuentren dentro de los principales criterios para contratar sesga todavía más los resultados. Es más probable que quienes han tenido el privilegio de recibir educación privada hayan logrado acceder a las universidades más reputadas. A menudo, la pequeña proporción de estudiantes pobres que logran ser admitidos y recibir becas en instituciones de primer nivel obtienen notas más bajas, sobre todo en los años finales de su formación, debido a que su preparación previa es de menor calidad.
En la práctica, las limitaciones financieras impiden acceder a la universidad a muchos estudiantes capaces, ya que deben lograr un ingreso que solo un empleo a tiempo completo les puede dar. El resultado es que su capacidad económica se ve muy limitada, con independencia de su talento o ética de trabajo. Para generar mayor igualdad de oportunidades, los empleadores deberían reformular sus estrategias de contratación y considerar candidatos que respondan a criterios más amplios: la diversidad resultante beneficiaría mucho a sus empresas.
Si el estatus financiero sigue siendo un determinante clave para sus oportunidades, los jóvenes de entornos más pobres se irán desanimando progresivamente, lo que puede elevar el grado de conflictividad social. A menos que todos los jóvenes cuenten con perspectivas legítimas de mejorar su situación social y económica, seguirá ampliándose la brecha entre ricos y pobres y creándose un círculo vicioso del que será cada vez más difícil salir.
La buena nueva es que las iniciativas para paliar el desempleo juvenil reducen la desigualdad del ingreso, y viceversa. La sociedad que surja de ello será más estable, unida y próspera, algo que nos conviene a todos, seamos ricos o pobres.