En las últimas semanas, como consecuencia de la segunda ola pandémica por el COVID-19 en Costa Rica, hemos escuchado y leído de manera reiterada en la prensa y en redes sociales opiniones y análisis sobre la pobreza y el incumplimiento de las garantías laborales.
La realidad es que en los últimos 25 años, según las mediciones oficiales del Instituto Nacional de Estadística y Censo (INEC), cada año una quinta parte de los hogares ha estado en condiciones de pobreza, pues sus ingresos no les alcanzaban para adquirir una canasta de bienes y servicios necesaria para vivir dignamente.
El mercado de trabajo tiene un papel medular en dicha tendencia, debido a la falta de oportunidades en empleos de calidad y a la constante violación de las garantías laborales básicas. El incumplimiento del pago del salario mínimo afectaba antes de la pandemia a cerca de una tercera parte de las personas que debieran recibir esa remuneración legal. Está demostrado que su acatamiento reduciría la pobreza en más de 2 puntos porcentuales.
Al 2019, última medición disponible, un 21% de los hogares vivía en pobreza por ingresos, equivalente a 335.895 hogares y 1.207.381 personas, mientras que un 5,8% ni siquiera podía satisfacer sus necesidades alimentarias diariamente (93.542 hogares y 338.394 personas).
Es importante indicar que la pobreza afecta con mayor intensidad a ciertos grupos, cuyos porcentajes casi duplican el promedio nacional: las personas desempleadas, la población con baja escolaridad, los niños, niñas y adolescentes y adultos mayores. Valga decir que entre la población extranjera, la incidencia de la pobreza no es tan diferente a la costarricense.
La cara de la pobreza
La relación inversa entre mayor logro educativo y menor pobreza es clara. Tener primaria se traduce en una probabilidad de pobreza promedio, completar la secundaria la reduce a la mitad y cursar dos o tres años de educación postsecundaria prácticamente garantiza no ser pobre por ingresos.
¿Cuál es el rostro de la pobreza más intensa en nuestro país? La encuesta de hogares del 2019 nos mostró a hogares relativamente más jóvenes, con mayor cantidad de menores de seis años y de personas dependientes. Casi la mitad estaba encabezado por una mujer. Además, tenían mayores problemas de inserción laboral: baja ocupación, una mayoría en empleos informales y alto desempleo.
En promedio, su ingreso por persona era de apenas ¢58.992 y su escolaridad de solo seis años (primaria). Una mayoría vivía en viviendas en mal estado, sin agua dentro de la casa y con hacinamiento. Esta realidad, que se hizo mediática en los últimos días, explica en buena medida por qué la pandemia los está golpeando tan fuerte.
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También sabemos que la pobreza es dinámica, es decir, aunque la cifra fluctúe alrededor del 20% de los hogares cada año, no siempre son los mismos. Muchos hogares entran y salen de dicha condición dependiendo de su situación laboral. El alto desempleo y la informalidad acrecientan esta movilidad alrededor de la línea de pobreza.
Al estancamiento de la pobreza se le une la tendencia de la desigualdad de ingresos, la cual creció considerablemente en los últimos 25 años. Hoy Costa Rica no solo es un país más desigual, sino que perdió la ventaja que tenía como una de las naciones más equitativas de Latinoamérica.
Con este panorama, ¿qué papel ha jugado la política social? La respuesta es que ha podido reducir, cada vez con mayor fuerza, las desigualdades de ingresos provenientes del mercado laboral y complementar los ingresos estancados de los hogares, especialmente de los más pobres, pero no consigue revertir las tendencias que surgen de la economía real. Este impacto positivo se ha logrado a partir de un amplio acervo de políticas sociales, de carácter universal (por ejemplo educación y salud pública), contributivo y focalizado.
En la coyuntura crítica que hoy vive el país, persisten y se profundizan las tendencias estructurales aquí señaladas, con el agravante de que el desbalance en las finanzas públicas amenaza la sostenibilidad de la inversión social, el “dique de contención”.
El Informe Estado de la Nación 2018 demostró que si las transferencias monetarias de los programas sociales se eliminaran, la pobreza extrema aumentaría hasta 4,2 puntos porcentuales y la total 3,6. En este ámbito, el reto central está en buscar una racionalización del gasto que haga más eficiente su impacto sin sacrificar las coberturas, lo que a su vez demanda esfuerzos para innovar en la gestión de la política social.
En este escenario de pandemia es central reconocer el papel importante que tiene la política social en la reducción de la desigualdad y la pobreza, indicadores que dadas las circunstancias actuales han crecido (aunque no sabemos aún en cuánto), de manera que se utilice para aminorar los efectos del shock económico que está sufriendo el país y que afecta con más fuerza a los sectores más desprotegidos.
Desde antes de la pandemia, el Informe Estado de la Nación planteaba que Costa Rica enfrenta el desafío de lograr una mayor articulación entre su estructura productiva y su régimen de bienestar social, en un contexto de restricción fiscal, transformación de las relaciones laborales y adaptación a los avances tecnológicos. Ojalá que en la ruta de la reconstrucción lo tengamos en cuenta para garantizar el desarrollo humano de todos los habitantes del país.