Creo que es de felicitarse por el avance que se está produciendo en la toma de conciencia de la responsabilidad social de las organizaciones en todo el mundo. Han pasado muchos años desde la afirmación de Friedman señalando que la única responsabilidad social de una empresa eran sus propios beneficios, en un marco ético limitado.
En los últimos años se han abierto paso diferentes iniciativas cada vez más completas y fundamentadas. Es bueno señalar que esas iniciativas surgieron desde el sector empresarial de pensamiento avanzado y visionario, combinando planteamientos éticos enraizados tanto en Occidente como en Oriente. Y es bueno también señalar que surgieron mucho antes de los notorios casos de corrupción y abusos que no han dejado de producirse desde Enron para acá.
Más recientemente y bajo la sombrilla de la Organización Internacional para la Normalización, ISO, se desarrolló la Guía de Responsabilidad Social –denominada ISO 26000– que ha buscado también conciliar visiones de todo el mundo, y sus respectivo trasfondo cultural, con las expectativas de diferentes tipos de organizaciones, lo que consta que no ha sido fácil.
Un buen mensaje asociado a ese notable esfuerzo ha sido el de que la responsabilidad social no es algo aplicable solo a las organizaciones empresariales, sino que debería ser asumida en lo pertinente por organizaciones de todo tipo, incluidas universidades, asociaciones, clubes, sindicatos y cualesquiera formas legítimas de agrupación de personas con sus diferentes y legítimos fines.
La responsabilidad social es un concepto ético en el que encontramos resonancias que son cercanas a nuestro bagaje cultural, así como una vinculación directa con el moderno concepto de desarrollo sostenible. Incluso el conocido teólogo Hans Küng lo alienta e ilumina desde su Proyecto de una Ética Mundial.
Falta madurez
Sin embargo, a cualquiera que se acerca a él le embarga el desasosiego de lo inacabado. Tanto en la Guía ISO como en otros documentos de referencia se percibe que se trata de una obra aún en construcción, que ha sido inaugurada antes de su madurez y que le faltan cosas. Como aporte a la reflexión e incluso al compromiso, a la acción, no hay duda de que es válida, pero requiere aún mejoras y acabados sustanciales que hoy por hoy son fuente de ambigüedad.
Y a renglón seguido del establecimiento de la Guía ISO –que no es un patrón de comportamiento ético– de pronto han proliferado iniciativas de certificación, es decir, de demostración, de que las empresas y otras organizaciones tienen o gestionan su responsabilidad social.
Demostrar con un certificado el grado de cumplimiento de un patrón es válido cuando el patrón se encuentra bien establecido, bien definido, mas no cuando en él hay ambigüedad. Y en este caso la ambigüedad nace del ejercicio de conciliación en ISO, donde inteligentemente se reconoció que la certificación no debería aplicarse desde su Guía.
La proliferación de normas y certificados locales de gestión de la responsabilidad social debe observarse escrupulosamente pues puede constituir un obstáculo al comercio mientras no haya una norma de consenso internacional detrás de este tipo de certificación.
Un desequilibrado interés demostrativo puede además desvirtuar el genuino fondo ético que debe sustentar la responsabilidad social, trasladando el objetivo del ser a la apariencia y condicionando a otros fines lo que debería ser incondicionado. Es tiempo de aprendizaje, de reflexión, de compartir experiencias y no conviene el apresuramiento en esta materia.
Recordemos el evangélico precepto: “Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos… no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha”, Mateo, 6.