París, Project Syndicate – Las reiteradas amenazas del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de imponer aranceles recíprocos a productos de casi todos los países han hecho saltar las alarmas en todo el mundo. Es probable que los aranceles de Trump aceleren la actual fragmentación de la economía global. Y, como suele ocurrir, las economías en desarrollo serán las más afectadas.
El mundo en desarrollo hoy enfrenta una serie de amenazas interconectadas: la inflación importada, generada por los costos relacionados con los aranceles, podría desencadenar una recesión global, reduciendo los precios de exportación de las materias primas y alimentando la incertidumbre empresarial, lo que a su vez reduciría la inversión extranjera directa. Para protegerse, los países en desarrollo deben encontrar formas de transitar el caos trumpiano actual sin dejar de responder a la demanda, en rápido crecimiento, de empleos decentes y oportunidades económicas de sus poblaciones jóvenes.
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Para lograrlo, es necesario alcanzar un delicado equilibrio entre mantener los mercados abiertos preservar la soberanía económica -definida en sentido amplio como la capacidad de un país para tomar decisiones políticas independientes que afecten a su economía-. Eso es más fácil de decir que de hacer.
La mayoría de las economías en desarrollo de África, América Latina y Asia Central y Meridional dependen en gran medida de las industrias extractivas y de las exportaciones de cultivos comerciales -sectores a menudo dominados por empresas multinacionales, sobre todo occidentales, a las que se suele considerar depredadoras por extraer recursos de las economías en desarrollo a cambio de muy poco-. A pesar de los reiterados esfuerzos internacionales por frenar la evasión fiscal y las prácticas abusivas, estas violaciones siguen siendo muy generalizadas.
Pocas empresas lo ilustran mejor que el gigante de las materias primas Glencore. En 2023, la empresa fue condenada a pagar una multa de 700 millones de dólares tras admitir una trama de sobornos a funcionarios de varios países que se extendió por años. Glencore también ha enfrentado acusaciones de evasión fiscal masiva, intimidación a gobiernos e incitación a la violencia contra manifestantes.
El comportamiento de Glencore subraya el desequilibrio de poder de larga data entre los gobiernos de los países en desarrollo y las multinacionales. Pero la dinámica está empezando a cambiar a medida que más gobiernos afirman su soberanía económica y exigen una parte más justa del valor generado por la inversión extranjera.
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El reequilibrio de estas relaciones debe comenzar con contratos transparentes y una mayor capacidad institucional, que permita a los países en desarrollo negociar mejores condiciones, aumentar los ingresos fiscales e invertir en programas sociales e infraestructura. Dado que las industrias extractivas son intensivas en capital, el diseño de políticas bien diseñadas sobre contenido local puede ayudar a crear efectos indirectos positivos e impulsar la creación de empleo. Con este fin, algunos gobiernos exigen a las multinacionales que procesen las materias primas en el país. Botsuana, por ejemplo, ha aprovechado su participación del 15% en De Beers - la mayor empresa de diamantes del mundo- para aumentar la proporción de diamantes en bruto que se tallan en el país.
Algunos críticos pueden argumentar que las economías en desarrollo deberían simplemente renunciar a los mercados abiertos, eliminando así la influencia de las empresas multinacionales. Pero, si bien las multinacionales son sin duda parte del problema, también pueden ser parte de la solución. Romper los lazos con ellas equivaldría a adoptar un modelo autárquico de desarrollo económico, que impediría los efectos indirectos de la tecnología en el conjunto de la economía y restringiría el acceso a los mercados globales y a la financiación. Ni siquiera China, a pesar de su tamaño y crecimiento acelerado, ha intentado alguna vez una medida semejante.
Esto no quiere decir que no haya que hacer algunos ajustes. Hoy en día está ampliamente aceptado que las pequeñas y medianas empresas (PYMEs) impulsan la creación de empleo en los países en desarrollo, pero la realidad es mucho más compleja. En la mayoría de ellos, los mercados laborales están bifurcados: por un lado, están las empresas estatales y privadas, incluidas las multinacionales; por otro, las PYMEs informales y de baja productividad que tienen dificultades para pagar salarios dignos. Y las pocas PYMEs que consiguen crecer tienden a concentrar el talento, la financiación y el acceso a los mercados internacionales.
Asimismo, apuntar a las empresas únicamente en función de su tamaño es una estrategia errónea que no las ayuda a expandirse, ya que la evidencia demuestra que subsidiar a las PYMEs rara vez conduce a un crecimiento sostenido. Por ejemplo, cuando se desmanteló un programa de apoyo a las PYMEs en India a finales de los años 1990, el impacto en la creación de empleo fue insignificante.
Un enfoque más eficaz consistiría en adoptar una política industrial híbrida que combine subsidios temporarios a las PYMEs -con cláusulas de extinción inequívocas- y presiones competitivas que recompensen el desempeño y limiten el despilfarro. Y lo que quizá sea más importante, las empresas multinacionales deberían ser bienvenidas, pero con fuertes incentivos para facilitar el intercambio de tecnología y localizar la producción de forma que se creen puestos de trabajo de alta calidad.
China ofrece un modelo útil. Tras ingresar en la Organización Mundial del Comercio en 2001, el país facilitó las transferencias de tecnología obligando a las firmas extranjeras a crear empresas conjuntas con compañías chinas. Esto fue posible tanto por el atractivo de la mano de obra barata de China como por la promesa de acceso a su vasto mercado nacional, en rápido crecimiento. Por el contrario, otros países asiáticos como Bangladesh y Vietnam han hecho enormes esfuerzos para atraer a las multinacionales, pero han tenido dificultades para localizar la producción y los conocimientos técnicos.

La lección más general es que, en una economía mundial en proceso de fragmentación, las organizaciones multilaterales deben hacer más para apoyar la provisión de bienes públicos en los países en desarrollo. En tanto cobra impulso la lucha por la soberanía económica, las empresas multinacionales deben atender la demanda de las economías en desarrollo de una participación más justa en los beneficios del crecimiento económico mundial y garantizar que los beneficios de los mercados abiertos se repartan de forma más equitativa.
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Rabah Arezki, exvicepresidente del Banco Africano de Desarrollo, es director de Investigación del Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia (CNRS) y profesor de la Harvard Kennedy School.