La contundente victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos no debería haber sorprendido a nadie. El 45.º y 47.º presidente cabalgó una ola de descontento sin precedentes hacia los partidos en el poder, que este año ha castigado severamente a casi todos los gobiernos en el mundo en las urnas. De hecho, la vicepresidenta Kamala Harris fue una de las mejor posicionadas entre los “incumbentes” que enfrentaron elecciones en países ricos este año, un testimonio de su campaña disciplinada, la impopularidad histórica de Trump como candidato y la economía estadounidense, que lidera a nivel global.
Aun así, esto no fue suficiente frente a la frustración generalizada de los votantes con los altos niveles de inmigración y los precios persistentemente elevados, un legado del aumento inflacionario global tras la pandemia. Un entorno de información hiperpolarizado, que divide a Estados Unidos en cámaras de eco partidistas, hizo prácticamente imposible para la campaña de Harris contrarrestar estos vientos en contra. Ningún partido ha retenido la Casa Blanca cuando la aprobación del gobierno saliente es tan baja como ahora y cuando tantos estadounidenses creen que el país va por el camino equivocado. Desde esta perspectiva, la derrota de Harris era más probable que improbable.
LEA MÁS: Así impactará la victoria de Donald Trump a Costa Rica
Trump, el primer republicano en ganar el voto popular en 20 años (gracias a avances con casi todos los grupos demográficos, en casi todas las regiones), asumirá el cargo no solo con un fuerte mandato, sino también con un control unificado del Congreso y una mayoría conservadora en la Corte Suprema. Tendrá vía libre para implementar su ambiciosa agenda de política interna, remodelar radicalmente el gobierno federal y reescribir las normas institucionales. Pero si el regreso de Trump tendrá un impacto profundo en Estados Unidos, podría importar aún más para el resto del mundo.
Muchos esperan que la política exterior de Estados Unidos en la segunda administración de Trump sea simplemente una repetición de su primer mandato, durante el cual no hubo guerras importantes (más allá del fin de la más larga de Estados Unidos en Afganistán). Trump incluso logró algunos éxitos notables en política exterior, como un renovado Tratado de Libre Comercio de América del Norte (ahora Acuerdo Estados Unidos-México-Canadá), los Acuerdos de Abraham en el Medio Oriente, un reparto más equitativo de costos entre los miembros de la OTAN y nuevas y más sólidas alianzas de seguridad en Asia. Además, Trump sigue siendo la misma persona que hace cuatro años, para bien o para mal, y su visión del mundo sigue siendo inalterada, al igual que su enfoque unilateral y transaccional en política exterior.
Pero algunas cosas han cambiado. Para empezar, aunque el presidente electo sigue estando poco interesado en la gestión gubernamental, su segunda administración estará compuesta por funcionarios más alineados ideológicamente y con más experiencia, listos para implementar su agenda de “América Primero” desde el principio. Han desaparecido los funcionarios institucionalistas que frenaban sus impulsos más disruptivos, así como los leales menos experimentados que los reemplazaron después. Los asesores de política exterior de Trump en su segundo mandato serán mucho más leales que al inicio de su primer término y más experimentados que al final del mismo.
Más importante aún, el mundo se ha vuelto más peligroso desde que dejó el cargo. Los logros del primer mandato de Trump ocurrieron en un contexto de tasas de interés históricamente bajas y en un entorno geopolítico generalmente benigno. Pero ahora, dos guerras regionales, una competencia cada vez más intensa con China, actores rebeldes como Rusia, Irán y Corea del Norte, una economía global débil y tecnologías disruptivas como la inteligencia artificial plantearán exigencias completamente nuevas al liderazgo de Trump.
Los riesgos son mayores, y las implicaciones de una política exterior “América Primero” impredecible son mucho más amplias que en 2016. Los resultados extremos son mucho más probables. Aunque Trump aún podrá lograr algunos éxitos en política exterior gracias a su enfoque transaccional y la influencia inherente a la presidencia del país más poderoso del mundo, el potencial de que las cosas se desvíen es significativamente mayor en este entorno.
Por ejemplo, Trump adoptará una postura mucho más dura hacia China, después de que la administración Biden lograra estabilizar las relaciones. Esto comenzará con un esfuerzo por aumentar los aranceles a las importaciones chinas para abordar el déficit comercial bilateral. Dependiendo de cuán restrictivos sean estos aranceles y si China percibe espacio para negociar en lugar de tomar represalias, es posible que la escalada lleve a un avance. Después de todo, China enfrenta graves problemas económicos y actuará con cautela para evitar crisis innecesarias. Pero es más probable que el enfoque confrontacional favorecido por el gabinete y el Congreso republicano de Trump dañe la relación. El resultado podría ser una nueva guerra fría que, en última instancia, aumentaría el riesgo de confrontación militar directa.
En el Medio Oriente, el presidente electo buscará ampliar sus emblemáticos Acuerdos de Abraham para incluir a Arabia Saudita, mientras otorga a Israel carta blanca para llevar a cabo sus guerras, sin presiones para limitar el costo humanitario o el riesgo de una escalada. Más preocupante aún, Trump apoyará –e incluso alentará activamente– el objetivo del primer ministro israelí Binyamin Netanyahu de resolver de una vez por todas la amenaza nuclear iraní, lo que podría desencadenar una conflagración más amplia y alteraciones significativas en el suministro energético.
Por el contrario, Trump ha prometido terminar la guerra en Ucrania en “un día” –posiblemente antes de su inauguración– presionando unilateralmente a los presidentes Volodímir Zelenski y Vladímir Putin para que acepten un alto el fuego que congele el conflicto en las líneas territoriales actuales, usando la ayuda militar a Kiev como palanca sobre ambas partes. Si aceptarán los términos o no es una incógnita.
Mucho dependerá de cómo responda Europa. Los países de primera línea de la OTAN –Polonia, los Estados bálticos y los nórdicos– ven la agresión rusa como una amenaza existencial a su seguridad nacional y estarán dispuestos a asumir costos significativos para proteger a Ucrania si Estados Unidos se retira. Otros podrían aprovechar la oportunidad para negociar un acuerdo, ya sea por razones ideológicas (como Hungría), políticas (Italia) o fiscales (Alemania). El segundo mandato de Trump podría ser el catalizador que finalmente una a Europa y galvanice una respuesta de seguridad más fuerte, consolidada y “estratégicamente autónoma”. O podría reforzar las divisiones existentes dentro de la Unión Europea, debilitar severamente la alianza transatlántica e invitar a más agresión rusa.
De cualquier manera, el regreso de Trump marcará un período de mayor volatilidad e incertidumbre geopolítica, caracterizado por una mayor probabilidad tanto de colapsos catastróficos como de avances improbables.
Ian Bremmer es fundador y presidente de Eurasia Group y GZERO Media, y miembro del Comité Ejecutivo del Órgano Asesor de Alto Nivel de la ONU sobre Inteligencia Artificial.