La macroeconomía fue una de las víctimas de la crisis financiera global de 2008. Los modelos macroeconómicos convencionales no pudieron ni predecir la calamidad ni explicarla de manera coherente, y por lo tanto fueron incapaces de ofrecer consejo sobre cómo reparar el daño. A pesar de esto, gran parte de la profesión sigue en estado de negación, anhelando un retorno a lo “normal" y, en efecto, tratando a la crisis como si hubiera sido una simple interrupción brusca.
Eso tiene que cambiar. Si bien una recuperación económica ha echado raíces, sus fragilidades estructurales sugieren que la macroeconomía todavía necesita una reforma con urgencia. Se destacan tres conjuntos de lecciones de la década pasada.
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Primero, la presunción de que las economías se autocorrigen, aunque suena tentador en los buenos tiempos, es infundada y puede tener consecuencias catastróficas. La recuperación de los últimos años ha sosegado a muchos y los llevó a experimentar una falsa sensación de seguridad, porque fue el resultado de respuestas políticas poco convencionales que trascendieron el pensamiento tradicional de “equilibrio general”.
Es más, a los modelos económicos previos a la crisis les cuesta lidiar con la disrupción generada por las tecnologías digitales emergentes. La economía digital se caracteriza por retornos de escala crecientes, mientras que las grandes compañías tecnológicas rápidamente explotan los efectos de red para dominar una cantidad cada vez mayor de mercados. Esto ha afectado los modelos de negocios tradicionales y ha transformado el comportamiento de maneras que han hecho que a los macroeconomistas y responsables de políticas les resulte difícil mantener el ritmo –y que la mayoría de las veces no lo logren.
En consecuencia, la idea generalizada de que la actividad económica seguirá un ciclo regular en torno a una tendencia de crecimiento estable no es muy útil más allá del muy corto plazo. Más bien, las alteraciones económicas que estamos experimentando resaltan un hecho obvio, pero que los modelos ignoran: el futuro es fundamentalmente incierto y no todos los riesgos son cuantificables.
Precisamente por esa razón, deberíamos rechazar la noción que surgió luego de la crisis de que el mundo entraría en un “nuevo normal”. Frente a los cambios estructurales en evolución en las finanzas, la tecnología, la sociedad y la política, es mucho más útil pensar en términos de un “Nuevo Anormal”, en el que las economías se caracterizan por una inestabilidad estructural real o latente.
La segunda lección de la crisis es que los balances importan. La financiarización de la economía global hace que las economías nacionales sean vulnerables a correcciones importantes de los precios de los activos que pueden tornar impagable la deuda. Los modelos macroeconómicos que se centran en los flujos de ingresos y gastos ignoran el papel crítico que desempeñan esos efectos de riqueza. Para colmo de males, esos modelos no pueden predecir los precios de los activos, porque estos reflejan la visión de los inversores sobre retornos y riesgos a futuro. En otras palabras, los precios de los activos son difíciles de predecir porque son pronósticos en sí mismos.
Es más, la re-regulación financiera desde la crisis no necesariamente ha resuelto el problema de los balances. Es verdad, los bancos individualmente se han vuelto más resilientes como resultado de haber tenido que aumentar sustancialmente sus reservas de capital y liquidez. Pero años de alivio monetario sin precedentes y de compras de activos en gran escala por parte de los bancos centrales ha alentado la toma de riesgo en todo el sistema económico y financiero de maneras que son más difíciles de rastrear y predecir.
Asimismo, la determinación de los responsables de las políticas de limitar la exposición de los contribuyentes cuando las instituciones financieras quiebran ha hecho que los riesgos se trasladen a los inversores a través del uso de instrumentos como los bonos “rescatables”. Los efectos sistémicos de este tipo de cambios regulatorios en curso no serán claros hasta que estalle la próxima recesión.
La distribución importa
También existe un creciente reconocimiento de que los balances financieros no son lo único que importa. En tanto el cambio climático y la degradación ambiental ganan posiciones en la agenda política, los macroeconomistas están empezando a apreciar la importancia de otras formas de capital menos volátiles para un crecimiento y un bienestar sustentables. En particular, necesitan entender mejor la interacción entre el capital producido, ya sea tangible o intangible; el capital humano, incluidos las capacidades y el conocimiento, y el capital natural, que incluye los recursos renovables y no renovables y el medio ambiente que sustenta la vida.
Por último, los macroeconomistas deben reconocer que la distribución importa. Intentar modelar el comportamiento económico de los hogares en base a un único “agente representativo” elude diferencias cruciales en las experiencias y el comportamiento de personas en grupos de ingresos y riqueza diferentes.
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El hecho de que los ricos se beneficiaran desproporcionadamente de la globalización y de las nuevas tecnologías, para no mencionar de los esfuerzos exitosos de los bancos centrales para impulsar el capital y los precios de los bonos después de 2009, probablemente haya sido un lastre para el crecimiento. Lo que es seguro es que la creciente desigualdad ha reducido drásticamente el respaldo a los políticos tradicionales en favor de populistas y nacionalistas, erosionando a la vez el consenso previo en materia de políticas que sustentaban la probidad fiscal, la política monetaria independiente, el libre comercio y el movimiento liberal de capital y mano de obra.
La reacción global en contra del status quo económico y político también les ha apuntado a los grandes negocios. Inmediatamente después de la crisis, las instituciones financieras estaban en la línea de fuego. Pero, desde entonces, la furia popular se ha transformado en un escepticismo general sobre el comportamiento corporativo y los gigantes tecnológicos son objeto de un escrutinio particular por supuestos abusos de datos de usuarios y poder monopólico.
Sería demasiado simplista considerar que estas tensiones son el resultado de un resentimiento hacia el 1% que ocupa la parte superior de la pirámide. Existen divisiones sustanciales dentro del 99% restante entre ganadores y perdedores como consecuencia de la globalización. Es más, las divisiones entre los países se han intensificado en tanto populistas y nacionalistas culpan a los extranjeros de los problemas económicos y sociales domésticos.
Esto ha contribuido a un mayor cuestionamiento de la globalización y del comercio internacional, de la inversión y de las normas impositivas. Los cambios en los acuerdos de gobernanza global pueden alterar los modelos de negocios, transformar el marco institucional y sumar una cuota nueva de incertidumbre al panorama económico.
La profesión de la macroeconomía todavía tiene que reconciliarse con las lecciones más importantes de la década pasada. Sin un nuevo consenso sobre cómo manejar la incertidumbre, el mundo es demasiado vulnerable a nuevas sacudidas económicas, sociales y políticas. Tristemente, tal vez haga falta otra crisis que obligue a los economistas a abandonar sus actitudes obsoletas.