La banda sonora de camino al trabajo siempre venía en dos actos: la música escogida por mi hijo hacia su escuela y de regreso, la versión en audio de la revista The Economist. El primero era uno de mis momentos preferidos como papá y el segundo, mi manera de cambiar de chip hacia la oficina.
Ahora que ninguno de los dos se desplaza para cumplir sus obligaciones, he notado que ese viaje diario era un necesario período de transición psicológico entre mi rol en casa y mi trabajo. En esos pocos minutos en el carro, mi cerebro hacía un cambio de contexto como cuando una computadora detiene un proceso para entrar a otro.
La virtualidad nos trajo una constante superposición de funciones y una sobrecarga cognitiva que ha afectado la productividad de muchos. Perdimos lo que hasta hace poco no sabíamos que necesitábamos: los “entretantos” que nos ayudan a pasar de un rol a otro, nos hacen estar más enfocados y traen ideas inesperadas. ¿Cómo podemos recrear esos momentos en plena pandemia?
El entretanto como transición entre roles
Caminar de mi oficina al dentista o bajar por un café antes de una llamada de trabajo, no eran precisamente anécdotas dignas de compartir con mi esposa al llegar a casa.
Sin embargo, está demostrado que esos entretantos son vitales para hacer un cambio mental de atención de lo que estamos haciendo, a nuestra próxima actividad.
LEA MÁS: Esta crisis fiscal ya la vivimos
Ahora, cuando casi toda nuestra vida pasa y se hace desde una misma pantalla, no dejamos espacio para las transiciones cognitivas que el cerebro requiere para tomar conciencia que estamos moviéndonos de rol. Esto genera una sensación de agobio y estrés similar a la que tendríamos en el gimnasio si no hiciéramos pausas entre un ejercicio y otro.
Para evitar sentirse agotado por superposición de roles, libere unos minutos entre una función y otra y utilícelos para repasar lo que viene.
Un intermedio necesario
En los años 1920, un ejecutivo de Michigan que estudiaba la productividad de su fábrica notó que la eficiencia de sus empleados se desplomaba si trabajaban muchas horas seguidas o muchos días por semana.
A partir de estos hallazgos, la empresa creó una novedosa jornada de ocho horas y cinco días semanales. “Hemos demostramos que podemos tener una mayor producción en menos tiempo”, dijo. “Así como la jornada de ocho horas nos abrió el camino a la prosperidad, la semana de cinco días nos dará un futuro mejor”.
Esa empresa fue una de las más exitosas del siglo XX y el ejecutivo es recordado como uno de los más exitosos de la historia: Henry Ford.
El motivo de la baja productividad en una fábrica de carros hace cien años es el mismo por la que sufrimos hoy: nuestra capacidad mental es inherentemente limitada. Además de requerir entretantos para transiciones cognitivas entre roles diferentes, los necesitamos para hacer pausas entre tareas similares. De lo contrario, nos desconcentramos y bajamos nuestro rendimiento.
Conversando con clientes y amigos, parece que no hemos aprendido la lección de Ford. Nuestra vida laboral es un fracasado intento por virtualizar lo presencial a través de un maremoto de mensajes por un sinfín de plataformas y una interminable cadena de vídeollamadas que nos deja abrumados.
LEA MÁS: Opinión: El duro golpe propiciado por Migración
Todo esto genera un decremento en nuestra capacidad de atención, pues está comprobado que nuestro cerebro deja gradualmente de registrar un estímulo que permanece en el tiempo. Es la misma razón por la que no sentimos nuestra ropa contra la piel: el cuerpo se habitúa y el estímulo deja de consignarse en el cerebro. ¡Ahora imagínese lo que nos sucede cuando tenemos tres vídeoconferencias consecutivas!
Como el intermedio en una obra de teatro o el medio tiempo de un partido de fútbol, al enfrentarse a una seguidilla de tareas similares o un trabajo de larga duración, impóngase breves pausas para evitar bajar su rendimiento. Aunque suene paradójico, ese entretanto le ayudará a mantener su concentración y ser más productivo.
Subibajas clausurados y serendipias
Nuestro cerebro tiene dos modos dominantes de atención que funcionan como circuitos eléctricos: la red de tareas positivas y la de tareas negativas.
La primera se activa cuando nos concentramos en algo particular. La segunda, cuando divagamos. Una nos da la perseverancia necesaria para trabajar fuerte por nuestros objetivos y la otra, nuestros momentos de mayor creatividad e intuición. Estas dos redes de atención operan como un subibaja en el cerebro: cuando una está activa, la otra descansa.
LEA MÁS: La resiliencia en el proceso de planificación de proyectos de infraestructura
Al igual que los subibajas de nuestros parques, estos también los dejamos de usar durante la pandemia, pues perdimos espacios de distracción productiva, como cuando caminamos, andamos en bus o en carro. Y porque cuando sí lo hacemos, vamos concentrados en la mascarilla, la distancia y el lavado de manos, lo cual dificulta que divaguemos con tranquilidad y que nuestro cerebro establezca conexiones entre cosas que antes no conectábamos.
La virtualidad también nos ha dejado sin espacio para serendipias, esos momentos inesperados donde se generan ideas espontáneamente. Por ejemplo, cuando nos quedamos conversando casualmente con un cliente al final de una reunión o nos topamos a un colega en el pasillo y terminamos resolviendo un problema común. Recrear virtualmente esos espacios es uno de los grandes retos de cualquier empresa.
El segundo acto ya comenzó
Más que esperar al pasado, es recomendable tomar acción y generar artificialmente los entretantos necesarios para transicionar entre roles, ser más productivos y que se nos ocurran ideas insospechadas.
Hacer caminatas cortas a media mañana, garabatear en una hoja por diez minutos o hacer una vídeollamada de trabajo sin agenda alguna, son actividades que pueden ayudar a reiniciar nuestro cerebro y sentirnos renovados en las tareas siguientes.
Para evitar bajonazos de productividad, programe entretantos con propósito que cuando los aprovechamos, somos más productivos. Yo, para empezar, ya agendé quince minutos diarios para retomar mi preciado The Economist.