A bu Dabi. “Los pobres no pueden dormir porque tienen hambre”, es la famosa cita del economista nigeriano Sam Aluko, dicha en 1999, “y los ricos no pueden dormir porque los pobres están despiertos y con hambre”.
A todos nos afectan las profundas desigualdades de los ingresos y la riqueza, ya que el sistema económico del que depende nuestra prosperidad no puede seguir enriqueciendo a unos mientras empobrece a otros.
En tiempos difíciles, los pobres pierden fe en sus líderes y en el sistema económico, y en tiempos de vacas gordas son demasiado pocos los que disfrutan de los beneficios.
El coeficiente de Gini, un indicador de la desigualdad económica, se ha ido elevando en los países en desarrollo y en los desarrollados, como Estados Unidos. En Europa ha crecido la desigualdad debido al rápido aumento del desempleo, especialmente entre los jóvenes. Algunos han reaccionado con manifestaciones callejeras, otros han respaldado a partidos xenófobos de extrema derecha; muchos más observan en silencio, cada vez más enfadados y resentidos con los políticos y el sistema que representan.
El problema se aprecia crudamente en las megaciudades del mundo, que representan cerca del 80% del PIB global. Pero, hasta en las más desarrolladas, las disparidades pueden saltar a la vista. Por ejemplo, si se viaja en el metro de Londres apenas 6 millas (o 14 paradas) hacia el este, desde el centro del gobierno en Westminster hasta Canning Town, la esperanza de vida de los habitantes va reduciéndose seis meses en cada estación.
Sin embargo, la desigualdad es más aguda en las economías emergentes donde la urbanización ha sido más rápida. Se estima que para 2030, unos 2.700 millones más de personas habrán emigrado a ciudades, casi siempre en países en desarrollo. Lo que muchas encontrarán allí será desesperanza y exclusión, en lugar de los buenos empleos y la mayor calidad de vida que buscaban.
Las megaciudades como Bombay, Nairobi y Kinshasa son, en esencia, ciudades pequeñas rodeadas de enormes tugurios: bolsillos de riqueza en un mar de desesperanza.
Ninguna se asemeja a Tokio, Nueva York o Londres, que, a pesar de tener áreas empobrecidas, se caracterizan por contar con una distribución más equitativa de la riqueza.
Tales disparidades son igual de evidentes a nivel nacional, especialmente en algunos de los países africanos ricos en recursos naturales.
Si bien la demanda de aviones privados no deja de aumentar, un 60% de la población vive con menos de $1,25 al día. A medida que aumenta la riqueza en el mundo, los beneficios siguen abrumadoramente quedando en manos de una pequeña élite.
Crecimiento incluyente
Como resultado, se han vuelto cruciales las iniciativas para promover un crecimiento más incluyente, no solo por razones morales sino para asegurar la supervivencia del sistema económico global. Para ello es necesario más que distribuir la riqueza, sino dar mayor participación a las personas (o representantes de grupos regionales, étnicos y religiosos específicos) en la toma de decisiones sobre políticas públicas, a fin de apaciguar su sensación de marginalización o fracaso perpetuo.
Significa crear trabajos reales que permitan sacar a los trabajadores de la economía informal, para que puedan beneficiarse de la protección en el lugar de trabajo (y pagar impuestos). Y significa establecer políticas adecuadas a las condiciones reales que existen en terreno.
Cada país tendrá sus prioridades específicas, y es bastante amplia la gama de posibles medidas políticas, como la mejora o creación de redes de seguridad social, la promoción de la igualdad de género, apoyo a los agricultores, la mejora del acceso a los servicios financieros, o innumerables otras iniciativas.
Sin embargo, hay dos conjuntos de políticas generales que parecen poder aplicarse en casi todos los casos, según un reciente debate en el Foro Económico Mundial sobre cómo mejorar la distribución de la riqueza. La primera apunta a que los niños pobres tengan acceso a una educación de calidad razonablemente buena como forma de reducir la pobreza intergeneracional. El segundo grupo de política, particularmente relevante en los países ricos en recursos naturales, quiere garantizar que todos los ciudadanos (especialmente los más pobres) tengan acceso a una proporción de las utilidades de lo que son, indudablemente, bienes nacionales.
Se ha podido ver estas políticas en acción en países como Brasil, cuyo programa pionero Bolsa Familia (o asignación familiar) transfiere dinero en efectivo a familias pobres a condición de que sus hijos vayan a la escuela, coman adecuadamente y cumplan otros criterios de mejora de su bienestar. El programa “Oportunidad” de México hace algo similar. Alaska, rica en petróleo, paga dividendos de las utilidades obtenidas por sus recursos a todos sus ciudadanos, en un modelo que varios países en desarrollo están intentando imitar.
Aunque los economistas siguen debatiendo las ventajas y desventajas de estos programas, no es demasiado complejo ponerlos en marcha. El reto está en establecer alianzas y acordar metas. Tanto los gobiernos como las empresas, las organizaciones no gubernamentales y los ciudadanos individuales, ya sean ricos o pobres, tienen un papel que desempeñar. Si seguimos pasando por alto los peligros de la disparidad en la distribución de la riqueza, las consecuencias serán mucho más alarmantes que un par de noches en vela.