LONDRES – Hace poco me ofrecieron crear mi propia empresa de adquisiciones con fines específicos (SPAC, por su sigla en inglés), que me permitiría recibir fondos de inversores con la expectativa de que en algún momento comprara una empresa prometedora que prefiriera evitar una oferta pública inicial. Mientras me imaginaba en este rol, pensé que estaría todavía más a la moda si además me lanzara al floreciente campo de las criptomonedas. Hubo muchos titulares sobre la obtención rápida de grandes ganancias, ¿por qué, entonces, no lanzarme a la acción?
Como ya estoy fogueado en los mercados financieros, rechacé la invitación. La creciente popularidad de las SPAC y criptomonedas no parece reflejar sus fortalezas sino los excesos del momento actual, con su desbocado mercado en alza, tasas de interés ultrabajas y repuntes impulsados por políticas después de un año de confinamientos por la COVID-19.
Seguramente en algunos casos tenga mucho sentido seguir la ruta de las SPAC para obtener pingües beneficios, pero la creación de tantas de esas entidades debiera encender alarmas sobre los riesgos que se avecinan en los mercados circundantes.
En cuanto al fenómeno de las criptomonedas, traté de mantener la mente abierta, pero al economista en mí le cuesta encontrarles una razón de ser. Entiendo, desde luego, las consabidas quejas contra las principales monedas fiduciarias, durante mi carrera como analista del mercado cambiario me fue mucho más fácil sentir antipatía por ciertas monedas que encontrar otras con un atractivo evidente.
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Aún recuerdo lo que pensaba en la etapa previa a la introducción del euro: combinar las monedas de las economías europeas en una sola eliminaría un elemento clave de moderación en las políticas monetarias —el tan temido Bundesbank alemán— e introduciría un nuevo conjunto de riesgos en el mercado cambiario mundial. Esta preocupación me llevó (brevemente) a apostar por el oro, pero para cuando se lanzó el euro en 1999 me había convencido de sus ventajas y cambié mi opinión (lo que resultó un error durante el primer par de años, pero no en el largo plazo).
De manera similar, perdí la cuenta de la cantidad de artículos que escribí y leí sobre la supuesta insostenibilidad del balance de pagos estadounidense y la inminente caída del dólar. Es cierto estas advertencias —y los presagios similares sobre el prolongado experimento japonés de largueza en la política monetaria— todavía no fueron respaldados, pero, considerando toda esta evidencia inductiva, entiendo el gran entusiasmo por el bitcoin —la versión moderna del oro— y sus muchos competidores. Especialmente en las economías en vías de desarrollo y emergentes, donde a menudo no se puede confiar en los bancos centrales ni invertir en moneda extranjera, la oportunidad de atesorar los ahorros en moneda digital obviamente resulta atractiva.
De igual modo, hace mucho existen argumentos a favor de una nueva moneda mundial —o de actualizar el activo de reserva del Fondo Monetario Internacional, los derechos especiales de giro— para mitigar algunos de los excesos asociados con el dólar, el euro, el yen, la libra u otras monedas nacionales. Por su parte, China ya lanzó una moneda digital de su banco central, con la esperanza de sentar los cimientos de un sistema monetario mundial nuevo y más estable.
Pero estas innovaciones son fundamentalmente distintas de una criptomoneda como el bitcoin. La visión de los libros de texto estándar de economía es que para que una moneda sea creíble debe funcionar como medio de intercambio, reserva de valor y unidad de cuenta. Cuesta entender que una criptomoneda pueda cumplir todas esas condiciones simultáneamente. Es cierto, algunas criptomonedas demostraron su capacidad para desempeñar algunas de esas funciones en algunos momentos, pero el precio del bitcoin, la criptomoneda por antonomasia, es tan volátil que resulta casi imposible imaginar que se convierta en una reserva de valor o en un medio de cambio confiable.
Además, a estas tres funciones subyace el importante papel de la política monetaria, la gestión de la moneda es una herramienta clave para las políticas macroeconómicas. ¿Por qué habríamos de entregar esta función a una fuerza anónima o amorfa como un registro descentralizado, especialmente uno que limita la oferta total de la moneda y garantiza así su perpetua volatilidad?
En todo caso, será interesante ver qué ocurre con las criptomonedas cuando los bancos centrales finalmente comiencen a elevar las tasas de interés después de años de políticas monetarias ultralaxas. Ya vimos que el precio del bitcoin tiende a caer bruscamente durante los episodios de huida del riesgo, cuando los mercados se desplazan repentinamente hacia los activos seguros. En este sentido, exhibe el mismo comportamiento que muchas acciones con perspectivas de mejora en el precio y otras apuestas altamente especulativas.
En aras de la transparencia diré que pensé comprar algunos bitcoines hace unos años, cuando su precio cayó desde $18.000 a menos de $8.000 en aproximadamente dos meses. Algunos amigos predijeron que subiría por encima de los $50.000 en los dos años siguientes... y lo hizo.
Finalmente no lo hice porque ya había asumido muchos riesgos invirtiendo en empresas en formación, que al menos servían para algo obvio, pero incluso si hubiera apostado al bitcoin, lo hubiera entendido como una apuesta especulativa y no al futuro del sistema monetario.
Por supuesto, las apuestas especulativas a veces rinden beneficios y felicito a quienes se llenaron de bitcoines en sus inicios, pero les ofrecería el mismo consejo que a quien gana la lotería: no dejes que el dinero caído del cielo se te suba a la cabeza.
Jim O’Neill, expresidente de Goldman Sachs Asset Management y exministro de Hacienda del Reino Unido, es presidente de Chatham House.