LONDRES, PROJECT SYNDICATE – En esta era de creciente proteccionismo, defender la globalización puede parecer una apuesta perdida. Pero en lugar de retirarnos del debate, es más urgente que nunca explicar los costos de una guerra comercial, que amenaza con acelerar la fragmentación de la economía global porque, en realidad, es una guerra contra el propio comercio. Para cuestionar eficazmente la lógica que subyace a la agenda proteccionista de la administración estadounidense, primero debemos entenderla de forma clara y concreta.
El régimen arancelario de la administración Trump se sostiene sobre cuatro argumentos. El primero es que los aranceles son una herramienta para aumentar los ingresos públicos -específicamente, para ayudar a reducir el déficit presupuestario de Estados Unidos, que muchos economistas consideran insostenible-. La Oficina de Presupuesto del Congreso prevé que el déficit federal, actualmente del 6,4% del PIB, se mantendrá por encima del 6% hasta 2035, considerablemente por encima del promedio de 50 años del 3,8%.
Unos déficits elevados podrían limitar la capacidad del gobierno estadounidense para sostener programas clave de prestaciones sociales como la Seguridad Social, Medicare y Medicaid. Para evitarlo, el secretario del Tesoro, Scott Bessent, se ha comprometido a reducir el déficit fiscal al 3% del PIB para 2028, utilizando los ingresos arancelarios como herramienta principal.
Con la imposición de aranceles, sostiene el argumento, el gobierno de Estados Unidos generaría ingresos procedentes de bienes importados que actualmente están exentos de impuestos federales. El gobierno de Estados Unidos también deja de percibir ingresos por el impuesto sobre la renta y el impuesto corporativo que se habrían recaudado si esos mismos bienes y servicios se hubieran producido en Estados Unidos. En teoría, los aranceles compensarían estas pérdidas.
El segundo argumento a favor de los aranceles se centra en la reciprocidad. Sus defensores sostienen que, mientras que las exportaciones estadounidenses suelen estar sujetas a aranceles e impuestos elevados, los bienes importados enfrentan pocas barreras, o ninguna, al ingresar a Estados Unidos. Por lo tanto, la administración Trump tiene plena justificación para imponer aranceles equivalentes para nivelar las condiciones de competencia para los productores estadounidenses.
En tercer lugar, los partidarios argumentan que los aranceles protegerán a las industrias nacionales y ayudarán a restaurar la base manufacturera de Estados Unidos, que ha sido vaciada por décadas de acuerdos de libre comercio que trasladaron la producción a países de bajo costo como México, India y China. Al incentivar la fabricación local, los aranceles impulsarán la reindustrialización y el crecimiento del empleo.
Los aranceles también se presentan a menudo como un medio para reequilibrar la economía y redistribuir los frutos de la globalización, que han beneficiado desproporcionadamente al capital por sobre el trabajo. Según este punto de vista, los aranceles ayudarían a restablecer el nivel de vida de los trabajadores estadounidenses, que han soportado décadas de estancamiento o caída de los salarios reales.
Pero los argumentos a favor de los aranceles van más allá del reequilibrio económico y la creación de empleo. Los defensores de los aranceles argumentan que Estados Unidos se ha vuelto peligrosamente dependiente de unas cadenas de suministro mundiales frágiles y poco fiables. Depender de otros países -incluidos adversarios ideológicos y geopolíticos- para bienes críticos como semiconductores, alimentos y productos farmacéuticos supone un grave riesgo para la seguridad nacional. En su opinión, los aranceles no solo tienen que ver con la competitividad, sino también con la resiliencia y la soberanía.
Por supuesto, estos argumentos ignoran en gran medida la teoría de la ventaja comparativa de David Ricardo, que sostiene que los países deben producir los bienes y servicios para los que están mejor equipados. También se alejan de la realidad económica actual en varios aspectos importantes.
Consideremos, por ejemplo, la afirmación de que los aranceles aumentarían los ingresos públicos. Si bien esto puede ser cierto hasta cierto punto, los aranceles también aumentan el costo de los bienes importados, lo que supone una carga desproporcionada para los hogares de bajos ingresos con un poder adquisitivo limitado. En efecto, perjudicarán a los estadounidenses de clase media y trabajadora a los que pretenden proteger.
Asimismo, el gobierno puede recaudar menos ingresos de lo esperado si los consumidores evitan las importaciones y se decantan por productos fabricados en Estados Unidos. Este resultado, que los defensores de los aranceles afirman buscar, socavaría los argumentos a favor de los aranceles como fuente fiable de ingresos federales.
Luego está la cuestión de la reciprocidad. Los aranceles de Trump ya han desencadenado una escalada de represalias, sobre todo con China, que tuvo un superávit comercial de casi 300.000 millones de dólares con Estados Unidos en 2024. Además de hacer subir los precios, estos conflictos probablemente limitarán el acceso de los norteamericanos a productos fabricados en el extranjero, reduciendo las opciones de los consumidores. Como señaló recientemente Andy Jassy, CEO de Amazon, muchos vendedores simplemente trasladarán los costos adicionales a los consumidores estadounidenses.
Mientras tanto, el uso de aranceles para proteger la fabricación estadounidense requiere enormes subsidios gubernamentales para reconstruir y apoyar a las industrias nacionales no competitivas. El riesgo es que proteger a las empresas estadounidenses de la competencia mundial socave su incentivo para innovar y evolucionar, debilitando en última instancia la competitividad estadounidense a largo plazo. Este enfoque también subestima el impacto disruptivo de tecnologías emergentes como la IA, que están preparadas para reducir la demanda de mano de obra humana.
La historia económica del siglo XX nos ofrece una advertencia. Se cree que la Ley Arancelaria Smoot-Hawley de 1930, que impuso aranceles a decenas de miles de importaciones a Estados Unidos, agravó la Gran Depresión. Al frenar el comercio y ralentizar el crecimiento económico, retrasó considerablemente la recuperación de Estados Unidos y contribuyó a la inestabilidad mundial que precedió a la Segunda Guerra Mundial.
En medio del debate actual sobre las ventajas e inconvenientes de los aranceles, una cosa está clara: volver al modelo económico mundial de los últimos 50 años no es ni económicamente viable ni políticamente realista. Si bien identificar y desmantelar las afirmaciones de los defensores de los aranceles es un primer paso útil, quienes defienden los mercados globales y el libre comercio deben ir más allá y articular una alternativa creíble a la agenda proteccionista de Trump.
Dambisa Moyo, economista internacional, es autora de cuatro éxitos editoriales del New York Times, entre ellos Edge of Chaos: Why Democracy Is Failing to Deliver Economic Growth - and How to Fix It (Basic Books, 2018).