Por ser diciembre, me siento naturalmente inclinado a repasar los acontecimientos económicos y financieros del año que pasó, para ayudar a funcionarios e inversores a anticipar lo que puede suceder en 2020. Este año culmina en forma bastante positiva, sobre todo en comparación con la misma época del año pasado.
Hay esperanzas de una recuperación global del crecimiento, menguaron las tensiones comerciales, y los bancos centrales reafirmaron que mantendrán tipos de interés muy reducidos y seguirán proveyendo liquidez en abundancia. La volatilidad financiera está contenida, y hay expectativas razonables de buenos rendimientos para los inversores en una variedad de clases de activos.
Pero aunque sería tentador quedarnos con las condiciones financieras y macroeconómicas actuales, eso supone el riesgo de no ver un elemento central del panorama futuro. Existe un curioso contraste entre la relativa claridad de las expectativas a corto plazo y la imprecisión e incertidumbre que surgen al extender el horizonte temporal, digamos, de aquí a cinco años.
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Muchos países enfrentan incertidumbres estructurales que pueden tener amplias consecuencias sistémicas para los mercados y la economía global. Por ejemplo, en los próximos cinco años, la Unión Europea deberá establecer una nueva relación operativa con el Reino Unido mientras enfrenta los efectos sociopolíticos dañinos de un crecimiento lento y no lo bastante inclusivo. El bloque tendrá que sortear los peligros de un largo período de tipos de interés negativos y al mismo tiempo apuntalar su núcleo económico y financiero. Mientras la arquitectura de la eurozona no esté completa, el riesgo permanente de inestabilidad subsistirá.
Además, en los años venideros, Estados Unidos (tras un desempeño notablemente mejor al de muchas otras economías) decidirá si continúa su desconexión del resto del mundo, un proceso que se contradice con su posición histórica en el centro de la economía global.
O pensemos si no en el proceso de desarrollo de China. Con una economía global que actúa antes como lastre que como ayuda al crecimiento, China puede verse confrontada a la realidad de que exageró sus fuerzas. Una alta dependencia de medidas de estímulo a corto plazo es cada vez más incompatible con la implementación de las reformas a largo plazo que necesita el país, y los costos de sus ambiciones geopolíticas y compromisos económicos y financieros regionales (entre ellos la Iniciativa de la Franja y la Ruta) son cada vez mayores. Y sobre todo, en los próximos cinco años, China y Estados Unidos (las dos economías nacionales más grandes del mundo) tendrán que andar por un sendero cada vez más estrecho mientras buscan promover sus intereses evitando una confrontación declarada.
Esta volatilidad oscurece el panorama económico, financiero, institucional, político y social de otros países. Las incertidumbres macroeconómicas y geopolíticas actuales amplificarán las impulsadas por las disrupciones tecnológicas, el cambio climático y la demografía. Y plantearán dudas sobre el funcionamiento y la resiliencia de la economía global y los mercados.
Margen favorable
Este grado de incertidumbre es particularmente notable en el contexto multidecenal de la globalización. En los últimos años, la estabilidad derivada del respeto compartido del orden internacional basado en reglas quedó muy debilitada, lo mismo que la capacidad de los bancos centrales para contener la volatilidad financiera y ganar tiempo para la economía real.
Si no se las controla, estas tendencias estructurales a mediano plazo pueden sentar las bases de una mayor fragmentación política y social, y agitar el fantasma de la desglobalización secular. Si hay algo para lo que ni la economía global ni los mercados están preparados es una ruptura prolongada y creciente de las relaciones económicas y financieras transfronterizas. De materializarse un nuevo paradigma de esa naturaleza, las actuales tensiones comerciales, financieras y monetarias se intensificarán y derramarán sobre el terreno de la seguridad nacional y la geopolítica.
Lo peor no es inevitable (al menos no por ahora). Se puede prevenir mediante la implementación sostenida de políticas que promuevan un crecimiento más sólido e inclusivo, restauren una estabilidad financiera genuina e introduzcan un sistema de comercio internacional, inversiones y coordinación de políticas más justo y más creíble (pero no por ello menos libre).
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Sin embargo, mucho dependerá del funcionamiento de la política a corto plazo. Al empezar 2020, los políticos tienen un margen favorable para introducir las medidas necesarias para prolongar el panorama positivo a corto plazo hacia el mediano y largo plazo. El temor a una recesión global disminuyó, las condiciones financieras son ultralaxas y hubo una desescalada de las tensiones comerciales entre China y Estados Unidos. Pero estas auspiciosas circunstancias no durarán para siempre.
Por desgracia, no hay que esperar iniciativas oficiales que ayuden a mejorar y aclarar el panorama a mediano plazo. A Estados Unidos le aguarda un año electoral tenso y divisivo. Alemania, Italia y España están en medio de difíciles transiciones políticas. La UE se enfrenta al Brexit y otras divisiones regionales. Y el gobierno de China está tratando de consolidar el poder de cara a un crecimiento más lento y la persistencia de las protestas en Hong Kong. El mayor riesgo (uno que muy pocos participantes del mercado han advertido) es que en los próximos cinco años, las condiciones de la economía global y de los mercados deban deteriorarse hasta niveles más cercanos al de una crisis antes de que los sistemas políticos nacionales, regionales y multilaterales organicen una respuesta adecuada.
Felizmente, nos hallamos en un momento en que es posible tomar medidas para evitar que el peor escenario se convierta en una realidad ineludible. Ojalá me equivoque respecto de la actual parálisis política. Mientras estamos a tiempo, hay un chance de que las autoridades sigan el consejo que dio la entonces directora gerente del FMI Christine Lagarde en octubre de 2017: hay que reparar el tejado mientras hay sol.