En este momento en que la producción ha colapsado como resultado de la pandemia del COVID-19, muchos se preguntan hasta dónde se puede estirar la política monetaria para respaldar la economía. Para la Reserva Federal de Estados Unidos, las tasas de interés negativas parecen representar un límite efectivo, no porque una política así no sea técnicamente posible, sino porque sería políticamente inaceptable. Sin embargo, para el Banco Central Europeo, el Banco de Inglaterra y el Banco de Japón, parece no existir ningún límite.
El BCE ha recortado las tasas y las ha llevado a territorio negativo, y se dice que el gobernador del Banco de Inglaterra, Andrew Bailey, está “analizando muy detenidamente” esa opción para el Reino Unido. De la misma manera, el gobernador del Banco de Japón, Haruhiko Kuroda, a la vez que considera que la actual combinación de políticas del Banco de Japón es apropiada para las circunstancias actuales, no ha descartado una mayor flexibilización monetaria u otro incremento en las compras de activos.
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El interrogante es si tiene sentido seguir transitando el camino de la política monetaria extrema. La famosa promesa del expresidente del BCE Mario Draghi de hacer “lo que sea necesario” para respaldar al euro se ha vuelto el mantra para todos los responsables de políticas frente a la crisis actual. ¿Pero expandir la política fiscal no sería una mejor manera de cumplir con ese compromiso? Para parafrasear al presidente de la Fed, Jerome Powell, los bancos centrales tienen poder de préstamo, no poder de gasto –y gasto es lo que se necesita.
En la crisis actual, es imperativo que el dinero llegue a quienes más lo necesitan lo más rápido posible. El desempleo está en un pico récord en muchos países –más de 20 millones de personas en Estados Unidos perdieron su empleo sólo en abril, lo que llevó la tasa de desempleo de Estados Unidos al 14,7%, con la posibilidad de que alcance el 20-25% este año-. En estas condiciones, lo que Estados Unidos y la mayoría de los países necesitan es un esfuerzo de política fiscal amplio y sostenido, en coordinación con la política monetaria. Sin eso, una recesión prolongada y un desempleo de largo plazo astronómico se volverán mucho más factibles.
Una expansión fiscal debería tener dos objetivos principales. Primero, debe ayudar a los individuos, a los hogares y a las empresas a capear la crisis. En este sentido, las medidas de política fiscal adoptadas en Estados Unidos y otras economías avanzadas han dado en la tecla. A fines de marzo, el Congreso de Estados Unidos aprobó un paquete de estímulo de 2 billones de dólares para apoyar a los hogares, las empresas y los proveedores de atención sanitaria, y los demócratas en la Cámara de Representantes acaban de sancionar otro paquete que propone 3 billones de dólares de gasto adicional.
Mientras tanto, en la Unión Europea, se han suspendido las reglas presupuestarias, lo que les permite a los gobiernos de los estados miembro implementar medidas fiscales discrecionales más ambiciosas, desde incrementos del gasto y alivio fiscal hasta ayudas salariales y subsidios para pequeñas y medianas empresas.
El segundo objetivo de expansión fiscal es impulsar la recuperación económica respaldando la demanda doméstica. En este punto, desafortunadamente, las políticas propuestas han sido insuficientes, lo que hizo aumentar el riesgo de que repitamos el error cometido después de la crisis financiera global de 2008, cuando se retiró el estímulo fiscal demasiado pronto.
Políticas audaces
En aquella ocasión, depender de la política fiscal para estimular la demanda se declaró políticamente inviable. Si bien la crisis se consideraba lo suficientemente grande como para garantizar políticas monetarias excepcionalmente laxas, el establishment político en Estados Unidos, Gran Bretaña y gran parte de Europa se abroqueló en torno a la austeridad, asfixiando la recuperación desde el arranque y sentando las bases para una creciente desigualdad y descontento social.
Esta vez, los principales bancos centrales han venido exigiendo discretamente un “respaldo fiscal adicional” para “evitar un perjuicio económico de largo plazo” y generar una “recuperación más sólida”. Ese respaldo también es necesario para aliviar la presión sobre los bancos centrales. Mientras tanto, existen buenos motivos para no adoptar el camino de una política monetaria más extrema.
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Por empezar, las políticas monetarias extremas tienden a limitar el alcance de la futura señalización de políticas y a reducir la efectividad de las tasas de interés que, en condiciones normales, son herramientas poderosas para influir en la producción y el empleo. Segundo, podrían exacerbar las vulnerabilidades previas a la pandemia que ya amenazaban a la economía mundial, sobre todo la acumulación de deuda, la mala asignación del crédito y el exceso de liquidez en el sector corporativo (donde son muchas las empresas que tienen balances problemáticos).
Estas preocupaciones nos llevan al tercer punto: la mayor flexibilización de las condiciones de crédito y la expansión de los programas de crédito con respaldo público podrían endeudar más a empresas que no están en condiciones de convertir la deuda en valor. Las empresas “zombi” se mantendrían artificialmente con vida. Aún si estas medidas preservaran los empleos por ahora, eso no significa que sean el uso más efectivo de los recursos financieros. La “década perdida” de Japón debería servir como una advertencia. Cuanto más avancen a los tumbos las empresas zombi, mayores serán las pérdidas cuando terminen colapsando.
Finalmente, depender de la política monetaria cuando la política fiscal sería más apropiada amenaza con reforzar la preferencia excesiva de los inversores por la liquidez, profundizando así la trampa de liquidez. Está de más decir que las políticas monetarias extremas pueden generar consecuencias extremas e inesperadas. Aunque la política monetaria no convencional se ha vuelto la norma, todavía no estamos del todo seguros de cómo funciona o de cómo afecta las expectativas y el comportamiento de la gente.
Sin duda, si el alcance de la política monetaria es limitado, el espacio para la política fiscal también es estrecho. Pero la emergencia actual y la amenaza de una recesión profunda (o inclusive de una depresión) indudablemente exigen políticas fiscales audaces y “no convencionales” respaldadas con otras herramientas, como el fondo de recuperación europeo que propusieron recientemente Francia y Alemania, e instrumentos de mercados de capital innovadores como bonos perpetuos, que ya han sido propuestos para la UE.
Los tiempos excepcionales exigen medidas excepcionales. Pero debemos evitar repetir el error cometido en 2010, cuando los gobiernos apretaron los frenos de la política fiscal y mantuvieron el motor de la política monetaria a toda marcha. Ahora más que nunca, es imperativo impedir que las desigualdades existentes sigan profundizándose. Sólo la política fiscal puede propiciar ese objetivo.