Ya he hablado muchas veces de mi fascinación con la incompletud, con la imperfección: mi amor por Schumann, Nerval, Berlioz, Liszt, Kafka, Yolanda Oreamuno: lo fragmentario, lo inacabado, lo que prueba que la perfección no es un requisito para la belleza superlativa. Que en estos autores es precisamente “lo que falta” lo que los hace grandes. Cómo esta condición le permite al intérprete - lector vivir la ilusión de que los está “completando”, haciendo, en cierto modo, las veces de socorrista, o de abogado defensor, si así se prefiere. ¿En qué puede un intérprete mejorar a Bach, o un lector a Cervantes? Y de pronto establezco una relación que me había pasado inadvertida: mi fascinación con las grandes catedrales góticas procede, en buena medida, de la misma razón.
¿Cuál de ellas puede, estrictamente hablando, considerarse terminada? ¡Cuántas cosas que la vista tiene que completar, cuánta imperfección, cuánto en ellas que podría ser mejorado, cuántas anfractuosidades, arbitrariedades, quimeras, amagos, intención que no cristalizó en realidad tangible, en suma, cuanta ilogicidad! La capilla de Notre-Dame-du-Haut de Ronchamp, de Le Corbusier, es perfecta: no hay nada que añadirle, nada que quitarle. Podrá quizás no gustarnos, pero ese es otro problema. Stricto sensu, no hay en ella distancia alguna entre intención y resultado. ¡La catedral de Rouen es, por el contrario, eminentemente imperfecta!
Las catedrales góticas son, en esencia, inmensos palimpsestos arquitectónicos, cuerpos sobre los que se han ido acumulando superficies de diferentes épocas y estilos: el resultado suele ser fascinantemente heterogéneo… ¡y precisamente por eso más bellas! No hay catedral gótica perfecta. Ninguna creación colectiva podría serlo. Le Corbusier hacía -para usar un término propio al cine- arquitectura d´auteur. El genio en control de todos los parámetros de su obra será capaz de perfección. ¡Pero las catedrales góticas fueron erigidas por los siglos! Los incendios, los saqueos, las reconstrucciones… criaturas hechas de retazos, de remiendos operados por miles de artistas anónimos, realmente, la obra de una comunidad a través de muchas generaciones.
Incontables “escrituras” superpuestas. Les falta unidad, les falta eso que solo la mano de un creador único hubiera podido darles. Son desiguales, irregulares. Como el paisaje urbano heterogéneo que nos propone Descartes en la introducción del Discours de la méthode, ese que urge demoler -la tabula rasa- a fin de crear una ciudad arquitectónicamente unificada, coherente. Sin proponérselo, Descartes asume aquí la filosofía con gesto altivo de artista: es algo que hay que crear, sacar de la subjetividad inescapable del cogito -siempre anclado en el yo-. Su demolición prefigura al héroe cultural del romanticismo: Beethoven, Hugo, Byron, Delacroix. La catedral gótica hubiese sido el modelo de todo cuanto Descartes juzgaba necesario “sanear” a fin de sentar las bases de un verdadero método filosófico.
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Considero la música de Schumann, con frecuencia afecta de défaillances formales: una evolución creativa abortada, en pleno proceso de maduración, por la locura; la narrativa de Yolanda Oreamuno, llena de baches, de vacíos; la obra de Kafka, inconclusa por definición, mucha de ella mero esbozo, a tal punto imperfecta que el autor mismo la había condenado a la destrucción. Luego vuelvo a mis catedrales: el gótico quizás jamás aspiró a la perfección. Nada tan profuso, tan avasallador, puede ser perfecto. Lo que contaba era el efecto de conjunto, no el detalle. Aplastar al visitante. Subyugarlo. Embriagarlo, enajenarlo, obligarlo a mirar hacia lo alto. No hay catedral gótica que sea simétrica -ni siquiera Notre Dame, la más clásica, la más armónica de todas-: algo en ellas siempre perturba, algo desequilibrado, algo que creemos “corregible”, “perfectible”. Monstruosas como Berlioz, y como él, imperfectas: ¿qué podría ser más desmesurado, más desigual, más exorbitado que su Réquiem?
Pienso en Poe: “No hay belleza perfecta sin algo extraño en las proporciones”. Curiosa paradoja: la catedral gótica es perfecta precisamente en virtud de sus imperfecciones. No hay manifestación arquitectónica que sobre mí haya tenido tal poder. Con frecuencia sueño con ellas. Gigantescas masas pétreas, en las que la belleza es una función de la enormidad. Por una vez, la realidad siempre supera mis visiones. Hace poco estuve en la de Estrasburgo… se me venía encima. Conforme me acercaba se me iba abriendo la boca. ¿A quién se le ocurriría pensar en perfección ante la presencia del Everest? La enormidad de su presencia relega el criterio de perfección a un segundo plano.
Me asusta, me irrita, me intimida la perfección. La ética (Sócrates, Jesucristo, San Francisco de Asís, Tomás Moro me son profundamente antipáticos) como la estética (adoro a Mozart, pero lo toco con poca frecuencia: ¿qué puede uno hacer con esta música sino arruinarla, disminuirla?) La perfección es inhumana, fría. Inhóspito paraje. Demasiado cercano a la pureza del no ser como para no inspirar miedo.
Si asocio a Schumann y Yolanda Oreamuno con el gótico no es solo por su relativa imperfección: hay, en la música del primero y en la prosa de la segunda, un goticismo innegable: la compleja polifonía schumanniana; la adjetivación profusa, torrencial de Yolanda (“Valle Alto”, “Apología del limón dulce y el paisaje” y “El espíritu de mi tierra”) es catedralicia sin jamás ser ampulosa. Me gusta, ya lo creo que sí, la imperfección. Execro las colecciones de biografías que, durante mi infancia, se vendían bajo el nombre genérico de “Vidas ejemplares”, abomino del martirologio cristiano, y desdeño la Imitatione Christi, de Thomas de Kempis. Amo lo “humano, demasiado humano” (Nietzsche). En el vivir como en el arte, la perfección, la completud, la asepsia maniática, el miedo a la mácula me resultan indigeribles. Se dirá que las catedrales góticas no están hechas “a escala humana”: ¡nada tan humano como el amor a la desmesura, al pecado de hybris!
El gótico da voz, en la sensibilidad occidental, a los residentes de nuestras cavernas subconscientes: reconoce -y legitima- los monstruos que nos habitan. Gárgolas, grifos, quimeras, seres híbridos, teratológicos: el hombre identifica y proyecta en ellos los demonios que siente rebullir en su interior. El barroco -su avatar moderno- no es otra cosa que goticismo “disciplinado”, purgado de su locura por el racionalismo y el cientificismo posteriores al Renacimiento. El gótico es el barroco “en estado salvaje”. Ambas sensibilidades se guiñan el ojo, se reconocen mutuamente, a cuatro siglos de distancia. Después del clasicismo y el rococó, el romanticismo ve el péndulo volver, una vez más, al gótico (piénsese en el prefacio a Cromwell, y en la obra pictórica de Victor Hugo). Expulsados del Parnaso por su apariencia ofensiva y sus malos modales, los monstruos adquieren nuevamente carta de residencia en la République des lettres.
Cada vez que el gótico toma la palabra, reemergen las oscuras fuerzas subconscientes de nuestra naturaleza. Cada vez que la razón lo silencia, mil demonios amordazados deben resignarse a esperar, en silencio, el siguiente estallido: inexorablemente adviene, con intensidad proporcional a la represión de que fueron objeto. La razón no se contentará nunca con nada menos que la perfección. El subconsciente es, paradójicamente, más “razonable”: exigirá, únicamente, ser oído, ¡pero ay de nosotros si no lo hacemos!
Gótico fue mi primer libro de prosa (Cuentos mágicos y góticos), gótico es mi lenguaje, góticas son mi sensibilidad y mi vida.