ESTAMBUL, PROJECT SNDICATE – Al inicio del primer mandato de Donald Trump en la Casa Blanca, argumenté que no se trataría de una presidencia estadounidense ordinaria. El orden internacional, ya afectado por debilidades fundamentales y disputas sobre sus valores e instituciones centrales, se enfrentaba ahora a un cambio sísmico.
Con el inicio del segundo mandato de Trump marcado por un caos aún mayor, lo que antes parecía un shock aislado se ha convertido en un verdadero “terremoto sistémico”. La retórica incendiaria de Trump, sus órdenes ejecutivas a menudo desequilibradas y su enfoque despótico hacia las guerras en Gaza y Ucrania han sacudido los cimientos mismos del sistema multilateral, el cual tomó cuatro siglos de guerras y sufrimiento –desde la Paz de Westfalia– para construirse.
Las acciones y declaraciones de Trump en los últimos dos meses sugieren que estamos entrando en una era de profunda incertidumbre, en la que las crisis pueden estallar y escalar en cualquier momento. Un solo principio parece ahora prevalecer: la fuerza hace el derecho. Después de todo, en el corazón del derecho internacional está el principio de pacta sunt servanda: los tratados deben cumplirse. Sin embargo, a pocas semanas de regresar a la Casa Blanca, Trump ya ha violado, invalidado o retirado numerosos acuerdos y compromisos asumidos por administraciones estadounidenses anteriores, incluida la suya propia.
El objetivo más amplio de la política exterior de Trump parece ser desmantelar el orden global establecido hace 80 años por una generación marcada por los horrores de la Segunda Guerra Mundial, y dar paso a una era de competencia neocolonial. Sus amenazas de anexar Groenlandia “de una forma u otra”, de retomar el control del Canal de Panamá y de convertir a Canadá en el estado número 51 –junto con su retrato de los gazatíes como poco más que un obstáculo en una operación inmobiliaria– ofrecen una visión clara de su cosmovisión neoimperialista.
A pesar de su estructura oligárquica, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas –dominado por sus cinco miembros permanentes (P5) y liderado por Estados Unidos– se interpone en la búsqueda de dominio global de Trump. Por ello, ha optado por eludirlo en favor de un arreglo P2 centrado en EE. UU. y Rusia, que evoca el bilateralismo de la Guerra Fría entre EE. UU. y la Unión Soviética. También ha desafiado abiertamente resoluciones del Consejo de Seguridad, así como una amplia gama de convenciones internacionales.
La agenda de America First de Trump contrasta marcadamente con el principio de “la humanidad primero” que sustentó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, redactada tras la Segunda Guerra Mundial para prevenir el resurgimiento del fascismo. Dicha declaración, y la posterior creación del Consejo de Derechos Humanos de la ONU (CDH), encarnaron el espíritu de un orden internacional que ponía la dignidad humana por encima de la geopolítica.
Al rechazar este ideal fundacional, Trump corre el riesgo de transformar el Consejo de Seguridad en un instrumento de fuerza bruta. Si los cuatro miembros permanentes restantes adoptaran posturas nacionalistas similares, el resultado sería una peligrosa carrera por la supremacía.
De forma similar, los esfuerzos de Trump por desmantelar agencias clave de la ONU como el CDH, la Agencia para los Refugiados Palestinos (UNRWA), la UNESCO y la Organización Mundial de la Salud están erosionando los cimientos del orden internacional. Su enfoque destructivo no solo socava el sistema de la ONU, sino también la Pax Americana que durante mucho tiempo sostuvo la estabilidad global.
A diferencia de los sistemas imperiales que lo precedieron, el orden liderado por EE. UU. en la posguerra se sustentaba en tres pilares: instituciones multilaterales dominadas por EE. UU., una arquitectura de seguridad global basada en alianzas como la OTAN, y un orden económico fundado en el libre comercio y el estatus del dólar como moneda de reserva mundial.
En cambio, la visión de Trump de la Pax Americana del siglo XXI es la de un totalitarismo sin freno impulsado por la tecnología. Sus tácticas de intimidación –como sus reiterados intentos de humillar al presidente ucraniano Volodímir Zelenski– forman parte de un esfuerzo más amplio por conmocionar e intimidar a los líderes mundiales para que acepten su visión decimonónica del mundo.
Este cambio no surgió de la nada. El orden liderado por EE. UU. lleva años deshilachándose. Desde el fin de la Guerra Fría, la política exterior estadounidense ha estado marcada por una discontinuidad estratégica, con cada administración adoptando doctrinas radicalmente distintas. El llamado de George H. W. Bush a un “nuevo orden mundial” fue seguido por el intervencionismo humanitario de Bill Clinton. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 impulsaron la justificación neoconservadora de George W. Bush para invadir Afganistán e Irak. La diplomacia multilateral pero a menudo pasiva de Barack Obama, a su vez, provocó los reflejos reaccionarios que definieron el primer mandato de Trump, al igual que la política exterior inconsistente y en gran parte ineficaz de Joe Biden –particularmente en Gaza– ayudó a allanar el camino para el regreso de Trump.
Ahora, con un Trump más envalentonado que nunca, estamos presenciando las consecuencias de esta discontinuidad estratégica estadounidense: un orden neocolonial impulsado por el nacionalismo cristiano, fortalecido por tecnologías avanzadas, sostenido por impulsos irracionales y envuelto en una retórica descarada.

En la primavera de 2002, en una conferencia en la Universidad de Princeton, señalé el auge del nacionalismo extremo en EE. UU. tras el 11-S y advertí que el país no necesitaba un líder tipo César que buscara la dominación mediante la fuerza militar. En cambio, necesitaba un Marco Aurelio: un filósofo-estadista capaz de liderar un orden global complejo con sabiduría, moderación y respeto al derecho internacional.
Durante un tiempo, creí que Obama podía convertirse en ese líder. Cuando asumió el cargo en 2009 y eligió Turquía como su primer destino internacional –seguido de Irak, Arabia Saudita y Egipto– sentí una esperanza genuina. Por desgracia, me equivoqué. Pero mis propias experiencias como ministro de Relaciones Exteriores y luego como primer ministro de Turquía reforzaron mi convicción de que es posible equilibrar diplomacia y fuerza de una manera que sirva a los intereses de todos los países, y no solo a los de las grandes potencias.
Desde Argentina hasta Turquía, los países de todo el mundo enfrentan la misma decisión fundamental que enfrenta Estados Unidos: ¿Sucumbiremos ante líderes autoritarios como César, que se vuelven más opresivos a medida que crece su poder, o elegiremos líderes que, como Marco Aurelio, buscan gobernar con deliberación? Esa es la pregunta definitoria de nuestra era, y debemos responderla juntos.
---
Ahmet Davutoğlu fue primer ministro de Turquía (2014-2016) y ministro de Relaciones Exteriores (2009-2014).