Julia cerró su soda, con la cual pagaba los gastos, el alquiler y el préstamo de la motocicleta para pedidos a domicilio. Fernando cerró su tienda. Ni la venta del inventario alcanzó para liquidar empleados y proveedores. En estos y muchos casos, hay hijos o padres a cargo, alquiler de casa, gastos, deudas. Leerlo es fácil; vivirlo no.
Un titular reciente en La Nación dice: “Crisis sanitaria acabó con 1.700 comercios en San José” (LN.#CiudadPandemia. 4 jul. 21). Se refiere a comercios formales, con patente. Supongamos cada uno con cinco empleados, que significa cinco familias, tal vez de cuatro miembros cada una. Hablamos de 34.000 personas afectadas solo en un punto de nuestra geografía.
El desempleo del país cerró en 18,1% a junio 2021, lo que lo ubica como el segundo más alto de Latinoamérica, solo superado por 58,4% de Venezuela, según datos del Fondo Monetario Internacional. Son 434.000 personas, pero pensemos en familias y multipliquemos.
La actual crisis económica empezó en 2018, se profundizó con el impacto de la Ley 9635 (Fortalecimiento de las Finanzas Públicas) en 2019, y remató con la pandemia. Esto condujo a otro resultado de espanto: La informalidad alcanza 46,6% de la población que está en capacidad de laborar (Encuesta INEC 1er trimestre 2021). Equivale a 1.877.000 personas que:
1. Son asalariados sin seguridad social de su patrono.
2. Reciben pago en especie.
3. Son trabajadores por cuenta propia.
4. Empleadores con empresas no constituidas en sociedad.
5. Personas con trabajos ocasionales menores a un mes, nos explica el INEC.
Son compatriotas sin seguro médico la mayoría de veces, ni garantías laborales, que mal viven el presente mientras avizoran un futuro hipotecado al no poder cotizar para una pensión, por raquítica que sea.
Ambas cifras, desempleo e informalidad, son de vértigo, pero el drama de estas personas nos arrastra a todos, ya que al no contar con ellos se resquebraja la sostenibilidad del fondo de jubilación de todos y la calidad de servicios médicos de la población. También se devastan las finanzas del Estado y su capacidad para suplir los servicios esperados por la colectividad.
Contrario a lo que se opina, el país avanza contra la evasión fiscal y la corrupción, y no podemos sostener que todo se resuelve acabando con ambos lastres, sin hacer nada más. Evasión y corrupción serán siempre un objetivo de batalla, pero quien las exhibe como remedio único de todo mal, en el fondo no aporta soluciones.
“El asno sufre la carga, más no la sobrecarga” (El Quijote II, cap.71). La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) ha puntualizado que impuestos y cargas sociales nos pesan más de lo que debieran. Reducirlos solo es posible si el Estado mantiene eficiencia en el gasto, sin que de ese objetivo se cuele ninguna entidad, independientemente de su condición legal, y sin que implique abandonar su función social. También, si la gestión de deuda pública reduce paulatinamente el abultado déficit financiero.
Es fácil decirlo; hacerlo requiere sacrificio. No obstante, para reducir el desempleo y aumentar la formalidad en la actividad económica, en algún momento debemos discutir e implementar reducciones graduales y controladas del Impuesto al Valor Agregado (IVA), con la meta de llevarlo por ejemplo, a 10%. No es contradictorio, es análogo al proceso de soltar paulatinamente el embrague, mientras vamos presionando el acelerador del vehículo, y así avanzar.
Lo mismo con las cargas sociales. Aliviar la carga de IVA y cuotas sociales promueve un dinamismo natural que se traduce en un aumento en el volumen sobre el cual calculamos impuestos y cargas sociales. De hecho, es el mapa tributario ideal: pocos impuestos, delineados con sencillez, distribuidos entre más espaldas, pero cada uno pagando menos. Con sobrecarga el asno se postra; lo mismo la economía, a pesar de las bajas tasas de interés.
Por otro lado, quienes desde la formalidad pagan impuestos y cargas sociales, lo hacen bastante esfuerzo. Al constituir una base erosionada de contribuyentes (debido a la informalidad de los restantes), las tarifas se dispararon, lo cual crispa los ánimos.
Cuando sumamos los datos de desempleo e informalidad, notamos que tragedias como las de Julia y Fernando se cuentan en millones. De no actuar pronto respecto de estos lacerantes indicadores, podríamos entrar en la antesala de una crisis socio política como la vista recientemente en Colombia, y antes en Chile. Ante esto, no podemos procrastinar.