Hasta hace poco, dos grandes impedimentos limitaban la capacidad de los investigadores en economía para aplicar los potentes métodos que matemáticos y estadísticos desarrollaron a partir de principios del siglo XIX para reconocer e interpretar patrones en datos ruidosos: la pequeñez y el costo de los conjuntos de datos y la lentitud y el costo de las computadoras.
Es natural entonces que al reducirse enormemente esos impedimentos gracias a las mejoras en poder de cómputo, los economistas se hayan abalanzado a usar el análisis de macrodatos (big data) y la inteligencia artificial para buscar patrones en un sinfín de actividades y hechos.
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El resumen de datos y el reconocimiento de patrones también son componentes importantes de las ciencias físicas. El físico Richard Feynman dijo cierta vez que el mundo natural es como un juego entre dioses: “no sabemos las reglas del juego, pero de vez en cuando se nos permite mirar el tablero, tal vez una pequeña parte en una esquina. Y a partir de esas observaciones tratamos de dilucidar las reglas”. La metáfora de Feynman es una descripción literal de lo que hacemos muchos economistas. Como los astrofísicos, normalmente trabajamos con datos no experimentales que surgen de los procesos que queremos entender.
El matemático John von Neumann definió la idea de juego como la combinación de: (1) una lista de jugadores; (2) una lista de acciones entre las que puede elegir cada jugador; (3) una lista de reglas que definen lo que gana cada jugador según las acciones de todos los jugadores; y (4) un protocolo que define el orden temporal de las elecciones (qué se puede elegir en cada momento y a quién le toca hacerlo). En esta elegante definición también caben una “constitución” o un “sistema económico”: son acuerdos sociales respecto de quién puede elegir qué cosa en cada momento.
Igual que el metafórico físico de Feynman, nuestra tarea es, a partir de los datos observados, inferir un “juego”, que para los economistas es la estructura de un mercado o de un sistema de mercados. Pero luego queremos hacer algo que los físicos no hacen: imaginar otros “juegos” diferentes que puedan generar mejores resultados. Es decir, queremos hacer experimentos para estudiar de qué manera un cambio hipotético en las reglas del juego o en el patrón de conducta observado de ciertos “jugadores” (por ejemplo, los reguladores públicos o el banco central) puede incidir sobre los patrones de conducta de los otros jugadores.
De modo que los autores de modelos estructurales en economía tratan de inferir a partir de patrones de conducta históricos un conjunto de parámetros invariables que seguirán valiendo en situaciones hipotéticas (a menudo sin precedentes históricos) en las que gobiernos o reguladores apliquen otro conjunto de reglas. Según el proverbio chino, el gobierno tiene estrategias y la gente contraestrategias. Los “modelos estructurales” buscan esos parámetros invariables para ayudar a reguladores y diseñadores de mercados a comprender y predecir patrones de datos en situaciones para las que no hay precedentes históricos.
Explicar los datos
La difícil tarea de crear modelos estructurales hallará una herramienta en la veloz evolución de ramas de la IA que no implican otra cosa que reconocimiento de patrones. Un buen ejemplo es AlphaGo. Los científicos de la computación que crearon el algoritmo para jugar al juego chino del go se las ingeniaron para combinar un conjunto de herramientas desarrolladas por especialistas en estadística, simulación, teoría de la decisión y teoría de juegos. Muchas de las herramientas cuya combinación en las proporciones correctas da lugar a un buen jugador artificial de go forman parte del instrumental cotidiano con que los economistas tratamos de crear modelos estructurales para el estudio de la macroeconomía y la organización industrial.
Pero la economía difiere de la física en un aspecto crucial. Mientras que para Pierre-Simon Laplace el estado actual del universo era efecto de su pasado y causa de su futuro, en economía es al revés: nuestras expectativas respecto de lo que otros harán después son causa de lo que hacemos ahora. Por lo general, para predecir lo que harán los otros, usamos teorías personales respecto de lo que quieren. Cuando tenemos una buena teoría de los demás, aquello que es probable que hagan determina lo que esperamos que hagan. Esta línea de razonamiento, llamada a veces “expectativas racionales”, refleja una idea de causación invertida (donde el futuro causa el presente) en los sistemas económicos. Es un componente esencial de la creación de modelos económicos “estructurales”.
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Por ejemplo, la gente se suma a una corrida bancaria si espera que los otros hagan lo mismo. Si los depósitos no están garantizados, los clientes tienen motivos para evitar bancos vulnerables a corridas. Si están garantizados, los clientes se despreocupan y no habrá corrida. Por otra parte, si el Estado garantiza los depósitos, los banqueros querrán acumular tantos activos y tan arriesgados como sea posible, sin que a los depositantes les importe. Dilemas similares se dan en temas como el seguro de desempleo o por incapacidad (proteger a las personas contra la mala suerte puede desincentivarlas a cuidarse por sí mismas) y los rescates oficiales de gobiernos y empresas insolventes.
Más en general, la reputación de una persona es lo que la gente espera que haga, y uno se enfrenta todo el tiempo a la decisión de confirmar o defraudar esas expectativas, decisión que incidirá en la conducta futura de los demás. Es algo que tienen muy presente los directivos de bancos centrales.
Igual que los físicos, los economistas usamos modelos y datos para aprender sobre el mundo, y sólo podemos aprender algo nuevo cuando nos damos cuenta de que los modelos viejos ya no pueden explicar los datos nuevos. Entonces creamos otros modelos a partir de los fracasos de los anteriores. Por eso las depresiones y crisis financieras del pasado nos han enseñado algo. Y con big data, computadoras más veloces y algoritmos mejores, tal vez podamos ver patrones allí donde antes sólo veíamos ruido.