Ya pasaron más de dos años desde que los líderes del G7 anunciaron un innovador acuerdo para repartir los impuestos sobre los beneficios de las corporaciones multinacionales. Fue un gran avance después de años de tensas negociaciones bajo los auspicios del Marco Inclusivo de la OCDE y el G20, que luego adoptaron ese mismo acuerdo un año después.
El acuerdo, que establece un impuesto mundial mínimo del 15 % a las empresas independientemente de dónde funcionen, busca evitar el traslado de ganancias a través de paraísos fiscales y limitar las políticas de empobrecer al vecino para atraer inversión extranjera. Además creó un impuesto adicional para «cerca de 100 de las multinacionales más grandes y rentables para los países, garantizando que [esas empresas] tributen de manera justa dondequiera que funcionen y generen beneficios». El objetivo era obligar a los gigantes tecnológicos como Amazon y Google a pagar más impuestos a los países de acuerdo con dónde venden sus productos y servicios, tengan o no presencia física en ellos.
Pero parece que el consenso del acuerdo se va erosionando. Mientras la Unión Europea y otros miembros de la OCDE han comenzado a implementar el impuesto mundial mínimo acordado, el Congreso estadounidense rechazó ese enfoque el año pasado por temor a dejar a las empresas de su país en desventaja competitiva. De acuerdo con la Ley de Reducción de la Inflación, Estados Unidos optó en cambio por una tasa mínima alternativa del 15 % para las empresas que registren ingresos de más de mil millones de dólares durante tres años consecutivos, un criterio que solo incluye a una pequeña cohorte de multinacionales estadounidenses.
Además, el otro puntal del acuerdo —el mecanismo que reasigna una pequeña parte de los beneficios de las multinacionales de mayor tamaño a los países signatarios— requiere un tratado multilateral vinculante, pero eso es imposible en EE. UU., donde para ratificar los tratados es necesaria una mayoría de dos tercios en el Senado (los republicanos a dejaron en claro que se opondrán a cualquier nuevo impuesto a las multinacionales estadounidenses).
De todas formas, incluso sin un acuerdo multilateral formal, más países pueden adoptar otras medidas en forma unilateral que no están permitidas por el marco de 2021, como el impuesto a los servicios digitales. Colombia y Tanzania aplicaron recientemente esas medidas. Los países de todo el Sur Global están desesperados por conseguir nuevas fuentes de ingresos tributarios y muchos llegaron a la conclusión de que no se tuvieron en cuenta adecuadamente sus problemas en las negociaciones de hace dos años, cuando la atención pareció centrarse en los intereses de las economías avanzadas y sus multinacionales. Ahora, la falta de avances en la adopción completa del acuerdo erosionó aún más su confianza en el proceso.
Tal es la frustración que los países africanos propusieron una resolución de las Naciones Unidas para lanzar una nueva ronda de negociaciones intergubernamentales sobre fiscalidad internacional este año. Simultáneamente, Colombia, Brasil y Chile organizaron debates sobre un enfoque regional común.
Esas iniciativas son entendibles, según las normas actuales, las multinacionales pueden escapar fácilmente del pago de las contribuciones que les corresponden registrando sus ingresos en jurisdicciones con bajos impuestos. A causa de ello, los gobiernos están sedientos de ingresos fiscales (alrededor de $240.000 millones al año); las empresas locales deben competir en condiciones desiguales contra las multinacionales que tributan menos que ellas; y los trabajadores —cuyo ingreso es menos móvil y más fácil de auditar— deben pagar más impuestos porque los países tratan de compensar la pérdida de ingresos.
El acuerdo de 2021 iba a poner fin a todo esto, pero para cuando terminaron las negociaciones se había diluido tanto que generaría pocos ingresos adicionales para los países en desarrollo.
Por ejemplo, el impuesto mínimo se debía aplicar según un conjunto de normas entrelazadas para determinar qué país tiene derecho a gravar los ingresos de las multinacionales que no tributaron lo suficiente. En la práctica, sin embargo, el ordenamiento de esas reglas garantizaba que la mayor parte de los ingresos quedaría en los países de origen (en su mayoría, las principales economías avanzadas) o en paraísos fiscales como Irlanda, Suiza y Singapur, que simplemente aumentaron sus impuestos extraordinariamente bajos al 15 %.
Pasar de un mundo sin un impuesto mínimo a otro con un piso del 15 % parecería un avance, pero siempre hubo buenos motivos para temer que un mínimo tan bajo se convirtiera en la nueva norma: que una reforma diseñada para subir el listón terminara, en realidad, bajándolo. Y como los países en desarrollo tienen una dependencia relativamente mayor de los ingresos por impuestos de sociedades, previsiblemente serían quienes más perdieran.
La norma que orienta la reasignación de los derechos fiscales, por ejemplo, solo se aplicaría a una pequeña cantidad de multinacionales, y a menos de un cuarto de sus beneficios, mientras que la mayor parte de los beneficios quedaría sujeta al sistema actual de precios de transferencia. Pero la lógica de esa división sigue siendo poco clara, dado que los beneficios societarios que se informan en casi todas las jurisdicciones ya incluyen deducciones por el costo del capital y los intereses. Se trata de puros beneficios que surgen de las operaciones conjuntas de las actividades mundiales de las multinacionales.
Así, el acuerdo de 2021 no solo malinterpreta la estructura económica tributaria de los beneficios societarios, sino que refuerza las desigualdades mundiales debido a que produce pocos ingresos para los países en desarrollo en un momento en que enfrentan la tormenta perfecta de crisis energética, alimentaria y de la deuda. Que los países estén ocupándose ellos mismos de la cuestión refleja la fragilidad del consenso actual y la necesidad de reformas adicionales.
Los países ricos han bloqueado históricamente los esfuerzos de los países en desarrollo para desempeñar un papel activo en la creación de las normas de juego internacionales. No alcanza con sentar a los representantes del sur global a la mesa, es necesario que los otros negociadores escuchen y respondan de manera significativa a sus problemas. Los líderes del mundo deben considerar las demandas de los países en desarrollo y acordar una nueva ronda de negociaciones, más inclusiva, para crear una reforma fiscal mundial más equitativa y sostenible.
Joseph E. Stiglitz premio nobel de economía, es profesor de la Universidad de Columbia y copresidente de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional. Tommaso Faccio es jefe de la Secretaría General de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional.