Don Hipócrates (no, mi querido lector, no estoy fabulando: tal era, en efecto, su nombre) era un “hombre de carros”, como yo soy un “hombre de letras”. Todo lo sabía, sobre el tema en cuestión. Era propietario de una central de taxis, él mismo hacía servicios, y tenía toda suerte de contactos para la importación de automóviles. Lo conocí de la misma manera en que he llegado a conocer a todos mis amigos taxistas: al filo de incontables servicios, que me prodigaba con frecuencia, toda vez que solía estar parqueado a doscientos metros de mi casa, con una flotilla de colegas, esperando llamadas o atendiendo a transeúntes que gesticulaban en plena calle.
La primera vez que le propuse a don Hipócrates ir a ver el carro en cuya compra se ofrecía a asesorarme, me respondió:
“Va usted a perdonar, don Jacques, pero el lunes no puedo. Tengo que ir a mover unos negocitos que me tengo por ahí con unos carritos que estoy tratando de pasar sin impuestos”.
Inquieto, sugerí el miércoles para el trámite en cuestión.
“Fíjese que tampoco puedo -adujo con pasmosa naturalidad-. Quedé de ir a hablar con un socio que tengo en la aduana para ganarme una comisioncita con unos bochitos que entran el mes entrante”.
Ya francamente perturbado, planteé la posibilidad del viernes.
“¡Ay, qué pena con usted, don Jacques, pero el viernes tengo que ir a hacer una movidita con una amistad del aeropuerto para que me deje pasar unas cacharpitas que voy a revender como nuevas! Usted sabe: cambalaches que tiene uno que hacer para salir adelante en este negocito”.
Roído ya por la desconfianza propuse el día domingo como última posibilidad, y fue ahí donde la náusea me tomó cuerpo y alma. Don Hipócrates frunció el ceño, se llenó de magnificencia, y con un aire de probidad moral digna de Tomás Moro, me respondió:
“¡Ah, no, ahí sí que no lo puedo ayudar, don Jacques: lo que es el domingo, mi familia y yo se lo dedicamos exclusivamente al Señor Jesucristo, nuestro Salvador Personal!”
Quedé apabullado. ¡Quién fuera como don Hipócrates! Todo en su vida era cuestión de “cambalachitos", “moviditas”, “choricitos” y “negocitos”, (¡siempre los diminutivos!) pero el domingo se lo consagraba íntegro al Señor, su Salvador Personal. Don Hipócrates llevaba la palabra en el bolsillo derecho del pantalón, la acción en el izquierdo, y entre una y otra ni el más remoto parentesco. Con beatífica sonrisa y mejillas sonrosadas de querubín, dormía su apacible sueño moral don Hipócrates. Un sueño del que seguramente nunca despertaría, porque ¿para qué despertar cuando tenemos a mano el dulce narcótico del autoengaño?
Vivir es amar. Amar es actuar. Actuar es hacer el bien. No se puede hacer el bien sin un compromiso ético con el otro. Toda religiosidad que no tenga por basamento una responsabilidad ética con los demás deviene letra muerta, odiosa coreografía hecha de genuflexiones y vacuas santiguadas. La acción debe propender a ser la hermana gemela de la palabra. Y la acción se define en el respeto y la solidaridad con aquellos que comparten nuestra coyuntura espacio - temporal, con nuestros hermanos en el aquí y en el ahora.
No basta con saltar en el primer bote salvavidas, entonar devotamente el Te Deum, y dejar al resto de los pasajeros librados al horror del naufragio. Nada tan repugnante como la noción de un “Salvador Personal”: ¡como el cepillo de dientes, el champú y los calcetines favoritos! En otras palabras: mientras me salve yo, a los demás que se los lleve candanga. Après moi le déluge! Isomorfismo aberrante entre el objeto - mercancía y el dios que postula la sociedad de consumo: “personalizado”, “exclusivo”, “tailor-made”. ¡“Salvador Personal”! ¡Pssst! El mío propio, por supuesto, porque como bien sabemos, también Dios es propiedad privada, y lo que soy yo “no me junto con la chusma”. Después del cocinero, el chofer y la secretaria... un dios “personal”. ¡En un mundo prosternado ante el totalitarismo del individuo, también Dios tiene que estar a tiempo completo al servicio del individuo!
Desde el momento mismo en que lo conocí, supe que en algún momento tendría que escribir sobre don Hipócrates. Porque don Hipócrates soy yo, y quizás también usted, mi perplejo lector, y todos aquellos en quienes el discurso no va siempre de la mano de la acción, y la prédica diverge a veces de la obra. Y es que en la gazmoña mirada de aquel mercader - traficante - sofista - filisteo, en su viscosa devoción dominical, en la turbia prestidigitación de sus “carritos” y “comisioncitas” creí ver destilados todo el doblez y el fariseísmo de la criatura humana.
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