En una reñida contienda, EE. UU. eligió a Donald Trump como su próximo presidente. Sin duda, vendrán muchos estudios que analicen científicamente el comportamiento de los votantes en esta elección, pero lo que hoy es cierto es que supo aprovechar el descontento de un amplio sector de los estadounidenses con el establishment de Washington y, recurriendo a una retórica hiriente y populista, convencerlos de que es él –un extraño de la política– quien puede brindarles seguridad ante el temor que les provoca la globalización y los profundos cambios tecnológicos de años recientes.
La decisión soberana expresada en las urnas de manera legítima debe respetarse, por más sinsabores que haya dejado una chocante campaña y las desavenencias que tengamos con las posiciones de Trump.
Nos toca ahora aprender a convivir con la nueva realidad política del principal socio en lo comercial, el turismo y las inversiones. No será tarea fácil, porque si el presidente electo llevara a la práctica sus promesas de campaña, al mundo –y a Costa Rica en particular– le espera un futuro pletórico de incertidumbres y peligros.
En efecto, si el nuevo gobierno iniciara un proceso de renegociación del Nafta con el objetivo de adoptar un texto que responda mejor a los específicos intereses de los estadounidenses –lo que podría incluso desembocar en una eventual denuncia de aquel si las demandas no llegaran a satisfacerse–, hemos de presumir que se pretenderá lo mismo con el Cafta, poniendo en riesgo la seguridad jurídica y comercial que ese convenio nos otorga en nuestro más importante mercado de exportación.
Igualmente preocupante sería la intención de imponer aranceles especiales contra las exportaciones de las empresas estadounidenses ubicadas en el extranjero como “sanción por exportar trabajos”.
Para Costa Rica, eso tendría un impacto gravísimo, dada la estrecha relación entre la inversión extranjera directa establecida en el país y nuestra capacidad de acceder al mercado norteamericano.
Dos cosas, sin embargo, deben tenerse claras: la denuncia y los aranceles especiales serían decisiones perjudiciales para el mismo Estados Unidos porque las economías de las naciones involucradas se encuentran ya muy entrelazadas y las cadenas de producción se han profundizado para mutuo beneficio a un punto tal que el costo de deshacer o interferir en esa relación no sería nada despreciable, como lo han adelantado ya varias investigaciones.
Lo segundo es que nadie debe llamarse a engaño ante la ingenuidad o cinismo de quienes localmente pregonan que la ocasión podría aprovecharse para lograr cambios en nuestro beneficio.
La situación es lo suficientemente seria como para distraernos con tales espejismos.
Lo que corresponde, entonces, es sustentar debidamente nuestros argumentos para convencer a la contraparte de la irracionalidad de ese accionar, enderezar nuestra política exterior y forjar alianzas con países que tienen intereses similares –como México, Colombia, Chile y Perú–, a los que lamentablemente hasta ahora más bien hemos despreciado, y poner en práctica un renovado plan de atracción de inversiones y promoción de exportaciones en mercados alternativos, aprovechando los acuerdos que ya tenemos con ellos.
Se requiere actuar con realismo, sensatez y claridad de objetivos.