La impulsividad e irreflexión del presidente Trump enturbian la comprensión de una presidencia atípica y causan gran incertidumbre.
En una entrevista con el Financial Times, el exsecretario de Estado de los Estados Unidos, Henry Kissinger, expresó: “Trump es uno de esos personajes que aparecen de vez en cuando en la Historia marcando el fin de una era y que fuerzan a dejar caer las viejas visiones”.
Esto no quiere decir que el Mandatario, dice Kissinger, esté consciente de esto o que esté considerando una gran alternativa política. Podría ser tan sólo un accidente.
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Sin embargo, ese episódico accidente se inscribe en la transición del viejo orden liberal internacional hacia una nueva estructura que algunos llaman multipolaridad y que otros definen como propensa al caos y a la guerra.
Donald Trump no es sino fruto de la relativa pérdida de hegemonía de EE. UU., asediado por el impacto negativo de la globalización sobre su vida interna y por las fricciones que provocan el ascenso de China y el retorno ruso.
Circunscribir la interpretación de las contradictorias acciones del inquilino de la Casa Blanca a una subjetividad a la deriva y narcisista es simplista.
Ideólogo no; oportunista, sí
Pretender ver en el magnate a un ideólogo del conservadurismo estadounidense constituye también un error. Trump es un oportunista que forja sus alianzas con el objetivo de lograr su sobrevivencia político electoral, es así como se deshizo rápidamente del ideólogo nativista Steve Bannon.
Pensar que Trump es un ideólogo del nacionalismo económico es también una equivocación y creer que este factor es lo que mueve su acción internacional, significa reducir al economicismo la explicación.
La fase histórica en la que entramos no sólo está marcada por la guerra comercial, sino también por preocupaciones de seguridad y estratégicas. El ascenso de China al rango de potencia marca de manera significativa el paisaje internacional y enciende las alarmas de la seguridad nacional a las orillas del Potomac.
No es casual que los más destacados intelectuales de Harvard resuciten las Guerras del Peloponeso y rememoren los miedos de Esparta ante el ascenso de Atenas como los causantes de la guerra entre ambas, extrapolando luego para explicar la posibilidad de guerra entre China y EE. UU.
El retorno ruso sobre la escena, marcado por la ruptura de la integridad territorial de Ucrania, su aventura en Siria y su acercamiento con China, complican aún más la situación.
El reciente encuentro de Helsinki con Vladimir Putin ha provocado revuelo en Washington. La desautorización de Trump a sus propias agencias de seguridad en relación a la supuesta interferencia rusa en las elecciones del 2016 ha provocado airadas reacciones de los senadores republicanos y un ataque frontal de la intelectualidad liberal, quienes han hablado hasta de traición.
La guerra comercial contra China, Canadá, México y la Unión Europea puede entenderse, como reacción al subsidio que reciben las empresas chinas, al robo de propiedad intelectual o las limitaciones para la inversión extranjera en China; sin embargo, quedarse en las respuestas a las tarifas nubla el posible escenario de una escalada del conflicto hacia otros terrenos.
El potencial de enfrentamientos en el Mar del Sur de la China, en el Cáucaso, Irán, Corea del Norte, trasciende lo económico, y una chispa en el terreno comercial podría incendiar la pradera de la seguridad nacional.
La deriva de Trump hacia el unilateralismo, el abandono y desprecio de las instituciones multilaterales presagian la apuesta por el bilateralismo diplomático y la afirmación aislacionista, posiciones que alimentan el fuego del conflicto por abandono de la seguridad colectiva.
Claros ejemplos del abandono del multilateralismo lo constituyen la ruptura de las negociaciones del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés) las amenazas sobre la Otan, la retirada del Acuerdo sobre el Cambio Climático y la cancelación del acuerdo con Irán.
Artista del zigzag político
La práctica del zigzag político es el arte de Trump, pues pasa fácilmente, como en los shows de telerealidad, de un episodio al otro, aunque tenga que retroceder en afirmaciones anteriores.
La doctrina de Trump es la ausencia de doctrina. Como buen magnate de bienes raíces, lo que le interesa es el negocio inmediato y pierde la perspectiva del bosque; no es lo mismo vender propiedades en Nueva York que negociar con Rusia, China o la Unión Europea. El mundo es más ancho que Manhattan.
Ser impredecible puede garantizar algunos tratos (deals), pero introduce inseguridad. En política internacional no se puede jugar como en un casino, los bienes con los que se apostaría son la seguridad nacional, las alianzas con los amigos y la inestabilidad con adversarios poderosos.
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La ruptura de alianzas con los amigos es inquietante, incita a buscar a otros aliados, y a los adversarios de los Estados Unidos a llenar los espacios abandonados.
El problema no es solamente la subjetividad explosiva de Trump, sino los profundos cambios en el sistema internacional que vienen de atrás. Igualmente, la inestabilidad y el nacionalismo económico obedecen a factores internos relacionados con la desigualdad creciente en EE. UU., la pérdida de empleos, la búsqueda de identidad por parte de la clase trabajadora blanca y el conservadurismo religioso que ve en los diferentes toda la malignidad del universo.
Donald Trump no es sino el síntoma de una enfermedad mayor asociada a la pérdida relativa de hegemonía, al malestar interno y a la cambiante arquitectura del sistema internacional.