Imaginemos que debemos mandar a un hijo a la escuela y que por las circunstancias de nuestra vida debe ser a educación pública. A cualquier escuela pública del país.
Su formación, a lo largo de 12 años –incluida la educación preescolar– incluiría una alta capacidad de lectoescritura, capacidades matemáticas, científicas y de solución de problemas complejos, destrezas tecnológicas y dominio de lenguajes –tanto lenguas extranjeras como codificación de computadoras–, pensamiento crítico e independiente, curiosidad y vocación por la investigación y el aprendizaje, dominio de algunas de las artes y diseño, buenas prácticas de salud, higiene y educación sexual, buenos modales y destrezas sociales, y, por supuesto, formación cívica, en valores y un alto sentido de responsabilidad por sí mismo, por su comunidad y por el planeta y la naturaleza. 12 años alcanzan para eso y más…
Para participar productiva y socialmente en el mundo del futuro, en la cuarta revolución industrial y las 30 o más tecnologías que definirán el desarrollo económico, el progreso social y la sostenibilidad ambiental, será necesario una educación como la descrita.
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¿Por qué una familia enviaría a sus hijos a una educación inferior a esta? ¿Por qué una nación aceptaría ofrecerle menos a sus ciudadanos? ¿Por qué los responsables de la educación en un país aceptarían algo menos? ¿Por qué maestros responsables le darían menos que eso a sus discípulos?
Muchas preguntas sin respuesta satisfactoria. Otra: ¿Es que acaso el sistema educativo, en vez de ser el motor del futuro de la nación se ha convertido en una forma de vida cómoda para maestros que, con mínimo esfuerzo y muchos derechos y privilegios, viven a costas del Estado sin sentir la obligación de dar la calidad de educación que el contexto nacional e internacional exige?
Si se escuchan solo los discursos de algunos de sus líderes sindicales, y se asumen como verdad, queda poca duda de que en eso se ha convertido, pese a la maravillosa resistencia de muchos valiosos y abnegados maestros que tratan de dar lo mejor de sí, pero terminan por ser doblegados.
Si la educación es un sistema, todas su partes deben evolucionar para formar a nuestros niños y jóvenes como se debe. Los maestros deben ser reentrenados para adaptarse a nuevas tecnologías, contenidos y procesos, lo que implica grandes modificaciones en su proceso de educación profesional –que por cierto funcionaba mejor cuando era vocacional en la Escuela Normal–; debe también cambiar la infraestructura, la tecnología y el proceso educativo mismo, para aprovechar y familiarizar a todos con las nuevas tecnologías disponibles; debe variar la actitud de padres y maestros para crear los estímulos y procesos necesarios para que cada joven desarrolle su pleno potencial, y debe cambiar el Ministerio de Educación en la forma de medir y gestionar el éxito.
¿Tendremos el liderazgo?
En un artículo titulado “La tragedia de 70.000 niños costarricenses”, Eliécer Feinzaig (La Nación, 1° de abril del 2018) nos mostraba como de 95.811 niños que entraron a primer grado en el 2005, se habían graduado 25.009; un 26% de los que ingresaron. Una tasa de graduación muy distante del 70% reportado y que corresponde al porcentaje de los 37.775 que se presentaron a bachillerato.
Para colmo de males, si analizamos los resultados de la última evaluación disponible del sistema PISA de la OCDE, nuestro sistema educativo se encuentra en el 25% inferior por calidad en este grupo. No podemos engañarnos por los resultados de algunos brillantes jóvenes, guiados por dedicados maestros, que a veces nos representan en olimpiadas internacionales de matemáticas o química. Ellos son excepcionales, nuestro sistema educativo no.
El problema es enorme y la única forma de abordarlo es plantear una reforma integral de todo el sistema que permita ofrecerle a cada niño y joven la calidad de procesos, contenidos y resultados que requiere; ofrecer a cada maestro los recursos, incluida la actualización profesional constante –seguramente en línea– que requiere para cumplir con su labor al nivel más alto posible; y asegurarse de que las facultades donde se forman cambian profundamente su selectividad y su propio proceso y contenidos.
Hay que modernizar la infraestructura y la tecnología de cada centro educativo y, para hacerlo expedito, posiblemente haya que recurrir a concesiones de obra pública con traslado al Estado de la propiedad de los activos al terminar el plazo de las concesiones.
Mucho por hacer…
Lo que requerimos es una política de Estado que trascienda los gobiernos y mantenga la presión hasta transformar por completo la educación pública costarricense. Menos es inaceptable. Podemos volver a ser “el país de la educación” en la región y el mundo, pero no con compromisos timoratos e incompletos.
¿Tendremos el liderazgo y compromiso con nuestros niños, jóvenes y con nuestro futuro como nación para atrevernos y lograrlo?