Pocos saben que si el mundo entero consumiera tal y como lo hacemos los costarricenses, se necesitarían recursos equivalentes a 1,5 planetas Tierra para satisfacer la demanda. Esto es mejor que los 1,7 orbes que la sociedad mundial demanda hoy día de sus ecosistemas, pero siempre por encima del punto de equilibrio.
Nos excedemos pues nuestros patrones de consumo no son sostenibles y, entre éstos, ninguno peor que el de las emisiones de dióxido de carbono (CO2) causadas por la combinación de nuestra flota vehicular y una paupérrima red de infraestructura vial.
Esto no tiene por qué ser así.
Tal y como lo consigna el paquete informativo que publicamos en la sección Economía y Política de esta edición —elaborado por las periodistas María Luisa Madrigal y Laura Ávila, bajo la coordinación y edición de Eugenia Soto Morales—, existen en el mundo muchas opciones de combustibles más limpios.
Sin embargo, el avance del país hacia estas energías ha sido lento, como suele suceder con los temas relevantes en esta nación adicta a transitar por los laberintos políticos, legales y administrativos. Se ha vacilado en dar el necesario salto hacia la transformación de este campo en gran parte por el hecho de que la distribución de los derivados del petróleo es un negocio única y exclusivamente en manos del Estado.
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Todos recordamos la célebre negativa de la Refinadora Costarricense de Petróleo (Recope) de facilitar la producción de hidrógeno propuesta por el prestigioso científico Franklin Chang Díaz, simple y sencillamente “porque su ley orgánica no lo permitía”.
En Costa Rica se ha experimentado e investigado con biocombustibles de caña de azúcar y palma aceitera, vehículos de gas, híbridos y de baterías eléctricas, etanol y hasta con un bus impulsado por hidrógeno, pero ninguna de estas opciones ha capturado aún la imaginación de los consumidores costarricenses... ¿O será que el famoso y lamentable “nadadito de perro”, del que habla el economista Eduardo Lizano, ha erosionado más de lo que podríamos imaginar la credibilidad de la población en relación con muy diversas iniciativas que se anuncian con bombos y platillos para atascarse luego en el fango de los titubeos?
Esta situación está por cambiar. Al menos esa es la esperanza que abriga este periódico.
Y es que la tecnología de vehículos eléctricos está avanzando a pasos agigantados. Se trata de una industria que se encuentra inmersa en un proceso exponencial de crecimiento, por lo que cada día se producen mejores vehículos en capacidad de carga, potencia y recorrido.
Por ejemplo, se cuenta ya con cabezales eléctricos capaces de movilizar contenedores a lo largo de distancias extensas y, todos estos automotores, vienen dotados con tecnología superior en materia de conectividad e inteligencia artificial. Además, simplifican el mantenimiento pues un vehículo eléctrico tiene aproximadamente el 60 % de las piezas que un vehículo de combustión interna de tamaño similar.
Aprovechar la tecnología
Pero esto no es todo lo que debe cambiar.
La mejor forma de reducir emisiones y costos de traslado es no movilizarse, y para lograr esto es indispensable mejorar las facilidades de gobierno digital en todas las áreas posibles, tanto en el gobierno nacional como en los municipales, así como en los servicios financieros y bancarios en línea. Asimismo, eliminar la obligación de apersonarse en empresas públicas y privadas para efectuar trámites que bien pueden hacerse en línea.
El teletrabajo es otra opción importante. Resulta absurdo someter a la fuerza laboral costarricense al diario martirio del congestionamiento vial. En un entorno global que demanda una mayor eficiencia en la administración de los recursos, es más que insensato desperdiciar valiosas e irrecuperables horas de producción. Tenemos que superar el obsoleto concepto de que solo trabaja quien está presente en la empresa.
Además, es imperativo implementar sistemas modernos de transporte colectivo: tren rápido de pasajeros, buses sectorizados y de ruta. Cuando se pueda, y ojalá sea mucho antes de que celebremos el 250 aniversario de la Independencia —en el 2071—, estos sistemas deben funcionar con electricidad, en vez de combustible fósil, y operar en rutas diseñadas con visión y sentido estratégico.
Sin embargo, esto no es suficiente.
Dotar de carga eléctrica y movilizar una flota vehicular nacional, incluyendo las unidades de transporte colectivo, demandará mucha energía.
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Esto implica la descentralización de la generación de la energía doméstica, de fincas, asadas, etcétera, y el estímulo de la cogeneración comercial e industrial por medio de paneles solares de alta eficiencia —ya los hay que producen un kilowatt hora por 2,8 centavos de dólar—, turbinas eólicas, nuevas tecnologías hídricas, aplicaciones de biomasa y, en fin, la liberación de las grandes hidroeléctricas ya construidas para abastecer la energía y potencia necesarias para los sistemas de transporte público.
Las flotas vehiculares modernas serán eléctricas, conectadas, inteligentes y compartidas. Nuestro país debe ser modelo de avance hacia esta visión y no, como hasta ahora, ejemplo del problema que significa una infraestructura subdesarrollada a la par de un modelo de éxito personal y corporativo que pasa por ser propietarios de vehículos de combustión interna —aunque sea usados— que obligan a importar petróleo y sus derivados, grandes cantidades de repuestos y a emitir enormes cantidades de gases a la atmósfera.
Llegó la hora de cambiar nuestro modelo de transporte. Debemos apostar por aquellos combustibles que se producen en el país de manera abundante, a costos competitivos y en línea con las tendencias que marca el mercado global de logística y transportes. Ojalá no se nos apague el motor.