El control político es una de las tareas fundamentales de un parlamento. Como parte del sistema de pesos y contrapesos heredado del pensamiento político de Montesquieu, el Poder Legislativo debe vigilar constantemente las acciones u omisiones del Poder Ejecutivo para evitar abusos en el ejercicio del poder, o reclamar cuando considera que se ha excedido de sus atribuciones.
Una de las mejores herramientas con las que cuenta la representación popular para ejercer ese control sobre las actuaciones de gobierno es la interpelación a las y los ministros de Estado.
Dicha práctica consiste en que el miembro del gabinete se presenta ante el congreso para responder a cuestionamientos que se le formulen sobre un asunto determinado, procurando llegar a conclusiones satisfactorias o, al menos, dejar patente la disconformidad sobre la actuación del representante del Ejecutivo.
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En la mayoría de democracias parlamentarias, la interpelación es una práctica que se realiza semana a semana, en un espacio que se destina en una sesión del parlamento específicamente para ello. Como los partidos de oposición saben que cuentan con ese mecanismo de forma regular, las intervenciones son más bien rápidas y sobre políticas muy puntuales.
En Costa Rica, sin embargo, la práctica de cuestionar a un ministro en la Asamblea Legislativa es más bien excepcional. Llamar a cuentas a un jerarca requiere de intensas negociaciones previas, establecer reglas para el debate y, por lo general, son largas sesiones de intercambios de poco provecho, pues las y los diputados no están habituados a ese tipo de careos.
Por esa razón, constantemente se lanzan cuestionamientos sobre la utilidad de la interpelación parlamentaria. No obstante, cualquier herramienta será tan buena como desarrolladas estén las capacidades de quien las utiliza. Que en nuestro país se critique el llamar a comparecer a un ministro por el mal desempeño de los legisladores o del representante del gobierno, no es culpa del instrumento de control político. El problema radica en la poca capacidad, experiencia y calidad de los representantes políticos, sean los diputados o los ministros.
Esas falencias quedaron patentes en la comparecencia de la ministra de Salud, Joselyn Chacón Madrigal, el pasado 6 de setiembre, cuando fue llamada por la Asamblea Legislativa para dar explicaciones por la derogatoria del decreto que declaró la pandemia del Covid-19 como emergencia nacional; por la campaña de vacunación a menores de edad y por el colapso en el Hospital Nacional de Niños.
Por aspectos de forma, la señora ministra le restó solemnidad y sobriedad al acto, adoptando un estilo de comunicación coloquial, tuteando a los diputados, recostada al podio y siendo a veces innecesariamente confrontativa. Por su parte, algunos diputados se prestaron igualmente a un espectáculo impropio para la ocasión, como el diputado del Partido Liberación Nacional (PLN) Óscar Izquierdo, quien, para responder injustificados ataques de la ministra por machismo y violencia política, procuró defenderse rodeado de diputadas liberacionistas. Un legislador no necesita de un acto dramático como ese para sostener su postura.
En cuanto al fondo de la interpelación, fueron pocas las diputaciones que hicieron preguntas pertinentes. Cabe resaltar las intervenciones de la diputada Andrea Álvarez, del PLN, quien cuestionó sobre la ambigüedad entre el discurso de la administración sobre el rechazo a la obligatoriedad de las vacunas, y el dicho de la ministra de que el gobierno defiende la aplicación de las mismas.
Igualmente, la diputada del Frente Amplio, Rocío Alfaro, dejó en evidencia a la ministra Chacón cuando la legisladora le preguntó sobre los criterios técnicos para determinar la obligatoriedad de las vacunas, pero la jerarca del Ejecutivo fue incapaz de dar una respuesta coherente.
Por su parte, la ministra de Salud pretendió vestirse con ropas ajenas cuando se atribuyó como logro personal y de esta Administración el regreso a clases presenciales en escuelas y colegios. Más aún, la ministra Chacón se atrevió a decir, sin sonrojo alguno, las siguientes palabras:
“He disminuido las muertes, he disminuido los casos y he disminuido la cantidad de pacientes en cuidados intensivos”.
Es claro que nada de eso es producto de la voluntad o labor de la ministra, sino justamente de la amplia vacunación y el trabajo arduo del personal sanitario, a quien se ofende con esas palabras jactanciosas.
A pesar de las incongruencias y falsedades dichas por la jerarca de Salud, las diputaciones fueron incapaces de refutarlas con contundencia. La inexperiencia de la mayoría de legisladores les pasa factura, desaprovechando esta primera oportunidad de interpelar de forma asertiva a una ministra que ha demostrado desconocimiento y arrogancia en el ejercicio del cargo.
A los congresistas les queda la responsabilidad de mejorar en el uso de las herramientas de control político, que no solo incluyen discursos e interpelaciones, sino que también tiene a mano la posibilidad de censurar a un ministro, solicitar documentos y lanzar investigaciones, por mencionar algunas.