El presidente Rodrigo Chaves calificó acertadamente la situación de emergencia que enfrenta la infraestructura del país: estamos con una bomba de tiempo entre manos, ante el riesgo inminente que han provocado los desastres naturales de semanas pasadas y sus graves efectos en la condición de nuestros puentes, carreteras, vías férreas, centros educativos y viviendas particulares, a lo largo y ancho del territorio nacional. Esto pone en peligro la vida y la integridad de miles de familias y estudiantes.
Hoy pagamos la factura de años de desidia y descuido de nuestra infraestructura debido a la demostrada incapacidad —acompañada de una alta dosis de corrupción— de las instituciones encargadas de su planificación, ejecución y mantenimiento, ya sea en forma directa o a través de los mecanismos de cooperación de la empresa privada. A esto debe agregársele un inadecuado ordenamiento territorial y un crecimiento urbano desmedido e informal, que hace que las condiciones de los sectores con menos recursos sean todavía más vulnerables. Pero el estado de cosas es ahora particularmente grave si se considera que Costa Rica se encuentra en una de las zonas más expuestas del mundo frente a los efectos del cambio climático y las calamidades naturales que lo acompañan, en especial el exceso de lluvias e inundaciones, agravadas de manera dramática en las últimas décadas. Estas circunstancias nos obligan a redoblar esfuerzos y a prepararnos mejor para las próximas épocas lluviosas.
Nada se compara con la tragedia que sería la eventual pérdida de vidas humanas, como lamentablemente ya ocurrió en la ruta 1, entre Esparza y San Ramón (cerro Cambronero), pero ese deterioro y su eventual colapso afecta también —de manera grave e intensa— la actividad productiva de empresas y trabajadores y, en especial, la del sector turismo, indispensable para la salud económica del país y el bienestar general de la población, máxime cuando los efectos pospandemia y de las tensiones geopolíticas imperantes han provocado una desaceleración de la economía a nivel mundial y, por ende, de nuestros principales mercados de exportación de bienes y servicios. No es tiempo de actuar con timidez.
“No debemos olvidar que, en el fondo, se trata no solo de una insuficiencia de dineros ni de falta de voluntad, sino de problemas estructurales de las instituciones a cargo, por lo que es indispensable insistir en la necesidad de los cambios transformacionales a que el gobierno se comprometió desde el inicio de su gestión y cuyo avance todavía está por verse”.
Por eso, si bien es insuficiente, ha hecho bien el Gobierno al reaccionar con una declaratoria de emergencia y la tramitación inmediata de un préstamo con el BCIE por $700 millones (aproximadamente ¢446 mil millones). La declaratoria facilitará la movilización de recursos internamente y permitirá el uso de procedimientos de contratación más ágiles, a pesar del riesgo que ello implica. El préstamo permitirá tener acceso a recursos externos con los que hoy no contamos y que se requieren con urgencia, pues es necesario aprovechar el inicio de la época seca para llevar a cabo las reparaciones cuanto antes.
Con todo, no podemos evitar que nos embargue el escepticismo y la cautela, dados los antecedentes de las instituciones y contratistas privados que en el pasado han sido los responsables de prever y atender, con tan pobres resultados, el escenario que hoy presenciamos. Ojalá que esta vez sea diferente y que se impongan mecanismos de control y verificación efectivos, que permitan obtener resultados tangibles y oportunos. No debemos olvidar que, en el fondo, se trata no solo de una insuficiencia de dineros o de falta de voluntad, sino de problemas estructurales de las instituciones a cargo, por lo que es indispensable insistir en la necesidad de los cambios transformacionales a los que el Gobierno se comprometió desde el inicio de su gestión y cuyo avance todavía está por verse.
Finalmente, es insoslayable también la implementación de un programa adecuado para gestionar los riesgos, mitigar los costos de futuros desastres y enfrentar contingencias similares de una mejor manera. No basta con cuantificar las pérdidas después de cada desastre; es necesario replantear el manejo de esos peligros de una manera integral. Actualmente, la inversión en infraestructura está muy por debajo de los niveles recomendados por los organismos financieros internacionales para recuperar el rezago existente, mientras que las pérdidas de los últimos 17 años por estos desastres se estiman en ¢2 billones, un monto que hubiera permitido costear innumerables proyectos de interés nacional, evidenciando la trascendencia de contar con una apropiada gestión del riesgo.