Las grandes lecciones a veces no se aprenden en los libros, sino que se reciben en una conversación con un amigo o a través de un ejemplo.
Hace unos días falleció mi excompañero diputado —en el período 1994-1998— don Gerardo Araya, de quien recibí una gran enseñanza sobre el significado de la democracia.
Tuvo lugar mientras evitábamos escuchar discursos aburridos en el plenario legislativo y planeábamos como defender los intereses de los pequeños cañeros de la Gran Área Metropolitana, amenazados por los grandes cañeros de la bajura.
En una pausa del debate, mi amigo de Grecia se volvió hacia mí y, con fino humor y mejor sarcasmo, me dijo: “… Sabés, he estado pensando: que ironías las de la vida, vos con ese montón de títulos, yo humilde agricultor que he cortado caña y cogido café, y aquí tu voto vale igual que el mío”.
Don Gerardo no era un teórico político, pero comprendía perfectamente el profundo sentido democrático de la frase una persona un voto, fundamento de la democracia representativa.
Rasero de igualdad
Lo importante en la democracia no son los títulos, sino la condición de ciudadano; el acceso al poder transita por ese rasero de igualdad mínimo, sobre eso se construyen las instituciones y la práctica política.
En mi caso siempre rechacé las pretensiones de exigir requisitos académicos para el cargo de diputado, como complejos de superioridad de los arrogantes.
Araya me hizo ver que lo importante en el Parlamento es que haya abogados, médicas, campesinos, administradoras, sindicalistas, hombres y mujeres. El interés general sólo se puede determinar en el encuentro, muchas veces contradictorio, de todos los sectores.
La sabiduría no viene con los diplomas, sino con saber vivir. Don Gerardo se ha ido, pero su hermosa y profunda lección de democracia vive conmigo. Su solidez es irrefutable.