Hace unos 7 años muchos nos alegramos de que no se hubiera permitido operar al proyecto Crucitas, pese a que tenía atrás a una empresa seria, pues la minería a cielo abierto choca a nivel ambiental y social con nuestra cultura.
Como suele ocurrir al prohibirse una actividad que es productiva, rentable y ejecutable en muchas escalas, la prohibición termina por convertirse en un mercado informal y negro, tal y como lo vemos en el terreno en que hoy operaría formalmente una empresa multinacional canadiense.
No cambio mi opinión original: prefiero que no haya minería a cielo abierto en Costa Rica. Pero si va a haberla, la prefiero formal, regulada, supervisada, rindiendo cuentas, mitigando y compensando el daño ambiental y pagando impuestos y cargas sociales.
Ahora tenemos la peor situación: destrucción ambiental descontrolada, impacto social negativo –gente saliendo de cooperativas para convertirse en coligalleros informales– y un mercado paralelo de metales preciosos que crea incentivos para una expansión descontrolada de la minería informal en esta y otras regiones del país.
Hemos visto cómo en Perú la minería informal ha destruido muchos miles de hectáreas de riquísimas selvas y ahora vemos el inicio de ese mismo proceso en nuestro país.
Lo causamos inadvertidamente todos los que nos opusimos en una u otra forma al proyecto Crucitas. Ahora toca reparar el daño, antes de que sea demasiado tarde.
O fortalecemos nuestras instituciones, contrato social e imperio de la ley para que esta destructiva actividad informal no se produzca del todo, lo cual parece iluso, como toda prohibición, o permitimos que el sector productivo formal haga su trabajo en industrias y mercados donde hay riesgos y parámetros de operación que requieren de inversión significativa, controles y responsabilidad social, así como mitigación y compensación de impactos ambientales.