Según Warren Buffett quienes se sientan a la sombra de un árbol lo hacen porque otros lo plantaron hace tiempo. La misma dinámica explica por qué algunos habitan sociedades prósperas: porque personas con responsabilidad para diseñar políticas e instituciones públicas —legisladores, funcionarios y jueces— plantaron hace tiempo las bases que permiten a otros disfrutar de seguridad jurídica para crecer económicamente.
Desafortunadamente, en Costa Rica, estas personas que tan bien lo están haciendo en ámbitos con impacto en la calidad de vida de los costarricenses, como la defensa de áreas silvestres, la educación o la sanidad, no están plantando las semillas adecuadas para hacer crecer una regulación del suelo adaptada a una economía moderna.
Los problemas de funcionamiento del Registro Nacional son un ejemplo de regulación problemática y ausencia de criterios claros, que desde hace décadas están dificultando el tráfico jurídico en este país, reduciendo su potencial económico.
Ya en 2011, La Nación se hacía eco de un conflicto en Hone Creek entre un inversor italiano —Ídolo Agustín Mastroeni— e indígenas de la reserva bribri de Keköldi. Mastroeni había adquirido un terreno en la zona a raíz de un remate hacía 12 años. Pocos años más tarde, se delimitaron los límites de la reserva con un decreto ejecutivo que modificaba otro anterior de 1996, absorbiendo el terreno de Mastroeni.
El Registro Nacional permitió la inscripción de la propiedad de la finca a nombre del inversor italiano. Sin embargo, años más tarde realizó una anotación para dejar constancia de que el terreno estaba dentro de los límites de la reserva y por tanto afecto a la regulación de la Ley 6172 (“Ley Indígena”).
La anotación dio pie a que miembros de la comunidad bribri entraran en el terreno a reclamarlo como parte de la reserva y tuvieran un enfrentamiento con el personal de Mastroeni. El resultado fue un choque entre dos grupos, reclamando la propiedad del mismo suelo con base en derechos con diferente cobertura jurídica que hubiera sido fácilmente evitable.
Es evidente que ninguno tuvo la culpa de la ocupación del otro; ambos tenían un título legítimo para reclamar el suelo: una adquisición producto de un remate y una norma legal que atribuía, de forma imperativa, un terreno a una comunidad concreta. La responsabilidad hay que buscarla, pues, en el funcionamiento de las instituciones.
No parece que este problema se diese por un error de diseño en las leyes: el artículo 5 de la Ley Indígena dice que los propietarios no indígenas de suelo dentro de una reserva, que hubieran adquirido de buena fe, deberán ser expropiados o indemnizados. Por tanto, las instituciones tenían herramientas jurídicas para prevenir este tipo de conflictos.
Si Mastroeni adquirió antes de la delimitación de la reserva, se le debería haber expropiado e indemnizado de forma pronta, adecuada y efectiva, como dicta el artículo 5. Si adquirió después, el Registro no debió haber permitido la inscripción de su título, puesto que el artículo 3 de la Ley Indígena dice que las reservas son “inalienables e imprescriptibles, no transferibles y exclusivas para las comunidades indígenas que las habitan.”
No ocurrió ni lo uno ni lo otro, y el resultado fue un enfrentamiento violento que hubiera podido terminar con cualquiera de ambos grupos lamentando lesiones graves o consecuencias irreversibles.
Similares vicisitudes enfrentaron inversores americanos que invirtieron en lotes en Playa Grande y Playa Ventanas entre los años 2003 y 2007. En 1991, el gobierno costarricense declaró, mediante decreto ejecutivo, su intención de establecer el Parque Nacional Marino Las Baulas de Guanacaste delimitando un territorio de 125 metros tierra adentro a partir de la pleamar ordinaria. Sin embargo, la Ley No. 7524, que posteriormente creó el parque, estableció dicho límite “aguas adentro.”
Los inversores aseguraron haber invertido confiando en que la intención del gobierno fue crear una reserva marina, no terrestre. No obstante, la Procuraduría, aunque reconoció que la Ley No. 7524 no establecía el límite del parque de forma clara, opinó que, en todo caso, debía entenderse como “tierra adentro,” afectando sus propiedades costeras.
De nuevo, la falta de claridad sobre las normas que regulan el uso del suelo y la poca rapidez a la hora de expropiar para evitar la transmisión de terrenos afectos a la zona marítimo terrestre derivó en problemas que cuestionaron la capacidad de Costa Rica para ofrecer seguridad jurídica en temas urbanísticos y medioambientales. El asunto acabó en manos de un tribunal arbitral constituido conforme al tratado de libre comercio entre la República Dominicana, Centroamérica y Estados Unidos (CAFTA-DF).
Es razonable pensar que, hoy en día, estos dos ejemplos hubieran sido suficientes para impulsar a los diferentes poderes del Estado a implantar una normativa más clara y racional del uso del suelo. Además del perjuicio que se causa a los ciudadanos costarricenses que desean usar legítimamente su territorio, la República de Costa Rica se expone a responsabilidad internacional por los daños que puedan causarse a adquirentes extranjeros de buena fe, protegidos por el CAFTA-DR o los tratados bilaterales de inversión que están en vigor.
Nada más lejos de la realidad: hace poco más de dos años, en octubre de 2022, la Sala Constitucional emitió una sorprendente sentencia, validando una jurisprudencia de la Corte Suprema que califica como adquirente de mala fe a todo aquél que adquiere la propiedad de terrenos dentro de una reserva indígena con posterioridad a la Ley 6172, sin importar que no exista anotación registral indicando que la finca se encuentra afecta a una reserva.
Como acertadamente señaló el voto disidente del magistrado Garita Navarro, antes de adoptar una decisión de ese calado, es necesario determinar si el adquirente estaba en condiciones de conocer que el bien estaba afecto a un tipo de dominio especial. La creación de esas condiciones es responsabilidad del Estado y de las diferentes administraciones con competencias sobre el uso del suelo, especialmente el Registro Nacional. Sin embargo, hoy, la siguen rehuyendo.
Afortunadamente, en Costa Rica, una naturaleza y clima privilegiados ayudan a que crezcan árboles para que los demás podamos disfrutar de su sombra. Pero este territorio tan rico nunca va a ayudar a las personas a autogestionar su uso. Esta es una responsabilidad que deben asumir aquellos con responsabilidades políticas y normativas, para que otros, dentro de un tiempo, puedan disfrutar de un uso armonioso y democrático del suelo, que contribuya al desarrollo económico y social del país.
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El autor es abogado firma Fieldfisher.