La rigidez de la inflación no deja de desafiar y desconcertar a los directivos de bancos centrales en todo el mundo. En la práctica, ya se trate de alentar un aumento de precios o de frenarlo, las autoridades enfrentan el mismo problema.
Tómese el ejemplo de Japón, que experimentó deflación (reducción del nivel de precios) en 11 de los últimos 20 años. Aunque parece que después de 2016 las fuerzas deflacionarias se calmaron, la inflación estuvo siempre muy por debajo de la meta del 2 % fijada por el Banco de Japón (BJ), a pesar de sus políticas expansivas.
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El BJ tiene una tasa de referencia negativa desde 2016, puso un límite superior cercano a cero a las tasas a largo plazo y expandió la base monetaria más o menos un 250 % desde 2013, mediante una compra récord de títulos públicos japoneses (el BJ ya posee alrededor del 50 % del stock pendiente de esos títulos). No es proeza menor, ya que el cociente de deuda pública de Japón es el más alto del mundo: 238 % del PIB. Sin embargo, a pesar de estas políticas, las expectativas de inflación a cinco años siguen ancladas cerca del 1 %.
En el otro extremo del espectro está la batalla que está dando Argentina contra la inflación. El Banco Central de la República Argentina (BCRA), en conexión con un programa del Fondo Monetario Internacional iniciado en junio de 2018, se comprometió a mantener sin crecimiento la base monetaria, lo cual exigió un aumento de la tasa de referencia a casi 74 %. Sin embargo, el índice anual de inflación se aceleró desde alrededor del 26 %, hace un año, hasta cerca del 55 %.
Este repunte inflacionario obedece, en gran medida, a un encarecimiento de las importaciones derivado de la devaluación del peso, que entre marzo de 2018 y marzo de 2019 perdió alrededor del 115 % de su valor en dólares. Pero el traslado del tipo de cambio al nivel de precios es solo una parte de la historia. Y no hubo aquí ningún sobrecalentamiento de la economía; por el contrario, Argentina enfrenta una recesión profunda y persistente. El FMI prevé que este año el PIB se reduzca un 1,2 % (tras una contracción mayor en 2018).
En 2001 el peso argentino cotizaba a la par con el dólar; hoy, un dólar cuesta alrededor de 44 pesos (una devaluación acumulada que supera el 4.000 %). Desde 2001, el yen japonés se apreció un 12 % en relación con el dólar (y casi 70 % desde que el país empezó a aplicar un régimen cambiario flotante en 1971). Una extrapolación conservadora consideraría poco probable que en el corto plazo se produzca una debacle del yen o haya un peso estable. De hecho, en momentos de tensión en los mercados financieros globales, los inversores huyeron no sólo hacia el dólar (la moneda de reserva global), sino también hacia el yen (y el franco suizo). Por ejemplo, en 2008-2009 casi todas las otras monedas se derrumbaron.
¿Por qué?
¿Por qué las expectativas de inflación no respondieron a unos cambios de política drásticos?
Estas tendencias cambiarias seculares refuerzan preferencias previas en relación con las pautas de ahorro/consumo y la asignación de activos. En el caso de Japón (antes de la etapa más reciente de tasas reales negativas), permitieron a los ahorristas mantener el poder adquisitivo de sus ahorros. También ayudan a explicar el fuerte sesgo japonés hacia activos locales denominados en yenes.
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En Argentina, un historial crónico de inflación y devaluación afianzó una clara preferencia por el dólar como reserva de valor. La pesificación compulsiva de enero de 2002 (cuando los depósitos y préstamos en dólares en el sector bancario argentino fueron convertidos a la fuerza a pesos) solo generó una reducción transitoria y artificial del uso local del dólar. Los índices de ahorro son bajos, y una proporción considerable del ahorro privado está fuera del país. Y como Christoph Trebesch y yo hemos destacado, la dependencia respecto del inconstante crédito extranjero no ayuda a reducir la inestabilidad cambiaria o la deuda externa.
¿Qué pueden hacer los gobiernos para inducir un punto de inflexión en unas expectativas de inflación persistentes, cuando las políticas de los bancos centrales no resultan suficientes?
En el caso de Japón, para convencer al sector privado de que espere más inflación en el futuro, hay que abandonar la práctica actual de indexar los salarios del sector público usando la inflación del año anterior. Un aumento decidido de los salarios públicos puede transmitir la señal oficial que faltó todo este tiempo para que luego los salarios privados y los precios acompañen. La misma incompatibilidad de esa medida con la prudencia fiscal en un país tan endeudado puede ayudar a debilitar la arraigada tendencia a la apreciación del yen. La solución al exceso de endeudamiento público y privado de Japón tiene que pasar, en parte, por un aumento de la inflación.
En cuanto a Argentina, para no alentar una clásica espiral inflacionaria de precios y salarios, la desindexación demanda una importante reducción de los salarios reales, comenzando por el sector público. Esto ya supone enormes dificultades políticas en tiempos favorables (especialmente cuando el sector público es grande, como en Argentina); hay pocos precedentes históricos de que se haya hecho en un año electoral (al menos que yo sepa). Además de amortiguar las expectativas de inflación, una reducción del salario real mitiga la apreciación del tipo de cambio real (pérdida de competitividad) que suele acompañar a los planes desinflacionarios. Un país como Argentina, cuyo acceso a los mercados de capitales globales está cada vez más complicado, no puede darse el lujo de mantener un déficit de cuenta corriente.
Tal vez la persistencia de expectativas de inflación altas (o bajas) se deba a que la gente aprendió a extrapolar otra tendencia histórica: los gobiernos tienden a evitar las decisiones difíciles.