Según Benjamín Franklin, quienes están dispuestos a renunciar a la libertad a cambio de una seguridad transitoria, no merecen ni libertad, ni seguridad.
Ambas están interconectadas. Las libertades deben ser protegidas, pero la protección no puede llevar a sacrificar a libertad por una seguridad fugaz.
El estado de excepción en El Salvador revela como en nombre de seguridad, se burlan libertades de prensa y expresión, el libre tránsito, el debido proceso y se recluye en prisiones crueles a miles, sin ordenes de juez, sujetos a la arbitrariedad y a la tortura.
La población, cansada de la delincuencia, aprueba las medidas de Bukele, olvidando que las soluciones autoritarias siempre han fracasado, desde 1932, cuando el dictador Maximiliano Hernández asesinó miles campesinos.
Este déspota desapareció pero el militarismo continuó. Luego de una cruenta guerra vino una democracia electoral que duró hasta el autócrata actual, quien gana elecciones pero concentra poder y declara guerra permanente contra una delincuencia originada en pobreza, desigualdad y deportaciones.
Asimilar delincuencia con guerra irregular parte de falsas premisas y trae consecuencias políticas. Los delincuentes no pretenden apoderarse del estado, como en una guerra externa o en una guerra civil. La remilitarización de la sociedad salvadoreña es el efecto más serio de esta visión. La mano dura ha llevado a la dictadura.
El efecto temporal de la arremetida contra las maras es evidente, los homicidios se reducen, pero la seguridad es pasajera, mientras persistan factores estructurales que generan la violencia, anclada históricamente en las relaciones sociales. Lo reprimido siempre retorna, los encarcelados volverán para enfrentar a quien negoció secretamente con ellos.
El autócrata se legitima haciendo anti política, ocultando que fue alcalde de San Salvador, y que aunque la corrupción es mal de muchos políticos, las dictaduras en vez de eliminarla la potencian.
Los salvadoreños siguen esperando el equilibrio democrático entre libertad y seguridad.