La crisis de deuda externa de Argentina, políticamente intratable, es un poderoso recordatorio de que el Fondo Monetario Internacional todavía no tiene una respuesta para tratar la volatilidad de los flujos de capitales internacionales a las economías emergentes. También resalta la necesidad de reformas en el Fondo.
Dado el abundante historial de incumplimientos de deuda de Argentina, para comprender la situación actual tenemos que retrotraernos al menos dos décadas. Durante la mayor parte de los noventa, Argentina implementó exitosamente un régimen de fijación cambiaria, que para el FMI era una forma razonable de contener la inflación. La estrategia fue tan exitosa que Argentina atrajo importantes ingresos de capitales internacionales que le permitieron financiar un abultado déficit externo.
Pero en 1998, ya era evidente que el tipo de cambio estaba sobrevaluado, en un contexto de términos de intercambio adversos, fortaleza del dólar estadounidense y crisis de flujo de capitales en Asia y en Rusia. Agregar cierta flexibilidad al régimen cambiario parecía necesario, pero no estaba claro cómo. El abandono de un tipo de cambio fijo nunca deja de ser una experiencia traumática, con ganadores y perdedores obvios.
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En tanto, el FMI se mostró tolerante hacia Argentina, porque el país había seguido sus recomendaciones y tenía amigos en Washington. Se le dio el beneficio de la duda, y así Argentina se aferró al régimen de fijación cambiaria. El FMI proveyó apoyo en abundancia y exhortó a aplicar su habitual receta todoterreno: el ajuste fiscal.
La austeridad quizá hubiera funcionado si el único problema hubiera sido una falta temporal de liquidez. Pero Argentina estaba demasiado endeudada, y sus acreedores se dieron cuenta de que el régimen cambiario argentino era insostenible. En diciembre de 2001, el FMI cortó el apoyo, a regañadientes. El presidente de Argentina en aquel entonces, Fernando de la Rúa, se fue de la casa de gobierno en helicóptero y la economía se hundió en el caos. En un contexto de cierres de bancos, 20% de desempleo y una reducción del 28% en el PIB, el país cayó en cesación de pagos de la deuda externa.
El desastre terminó de arreglarse en 2010, reprogramación de la deuda externa mediante. Con la llegada en 2015 de un nuevo presidente promercado, Mauricio Macri, el ciclo pudo recomenzar. Esta vez, a instancias del FMI, Argentina adoptó un régimen cambiario de flotación pura. La reprogramación había reducido la deuda externa, de modo que se reanudó el ingreso de capitales. Los inversores se mostraron dispuestos incluso a comprar bonos a 100 años de un país que en los últimos dos siglos tuvo ocho incumplimientos de deuda soberana.
El entusiasmo de los inversores y la luna de miel de la política argentina duraron mientras hubo un entorno internacional benigno. Pero cuando en 2018 el ingreso de capitales empezó a flaquear, el FMI tuvo que intervenir una vez más para cubrir el faltante de financiación externa, con un asombroso programa de préstamos por $50.000 millones (más tarde ampliado a $57.000 millones).
Una vez más, el problema de financiación externa no era un fenómeno temporal, y pronto el electorado argentino comenzó a rechazar las reformas exigidas por el FMI. A fines del mes pasado, con una deuda externa acumulada superior a $100.000 millones y la mayor parte del dinero del Fondo ya desembolsada, Argentina anunció en forma unilateral un “reperfilamiento” de la deuda.
Mucho que desear...
Para el pueblo argentino, son malas noticias; para el FMI, es un fracaso fundamental de sus políticas. Ya es evidente que la austeridad fiscal y un régimen de flotación cambiaria son inadecuados frente a la volatilidad del flujo de capitales. La única pregunta es qué viene ahora, no sólo para Argentina, donde el FMI se esforzará en salvar su programa de préstamos, sino para el Fondo mismo.
Para empezar, el FMI tiene que idear formas mejores de resolver los problemas de deuda soberana insostenible. Una deuda interna insostenible siempre se puede resolver con reprogramaciones o quiebras. Pero la deuda internacional es harina de otro costal, y aquí el historial del FMI deja mucho que desear. En la crisis asiática de 1998, el Fondo opuso firme resistencia a una reprogramación. En la crisis griega de 2010, permitió a los acreedores (más que nada bancos extranjeros) protegerse a sí mismos de su propia estupidez. Y en el caso de Argentina, se negó a usar su influencia contra los fondos buitres que habían subvertido la reprogramación de 2010, al tiempo que desplegaba un programa de préstamos a gran escala.
En segundo lugar, el FMI tiene que enfrentar el hecho de que para una economía emergente frágil, un flujo de capitales internacionales irrestricto es demasiado volátil. Tras mucho oponerse a los controles de capitales, últimamente terminó avalando (sin entusiasmo) la “gestión de flujos de capitales”, pero sólo como última medida cuando todas las demás (en concreto, la dura austeridad) han sido agotadas.
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Pero en vez de ser la última herramienta de política por considerar, la restricción del ingreso de capitales debería ser una opción rutinaria para muchas economías emergentes. El FMI debería articular su apoyo a los países que apliquen esas restricciones a flujos de cartera inconstantes. Las economías emergentes no deberían incurrir en déficits externos cuantiosos sólo porque los inversores extranjeros están eufóricos, ya que esos mismos inversores partirán en masa cuando cambien las condiciones.
En tercer lugar, en vez de tolerar a regañadientes la intervención en el mercado cambiario, el FMI debería promoverla activamente cuando la volatilidad del mercado es claramente disruptiva. Varias economías asiáticas demostraron los beneficios de una intervención disciplinada en el mercado. El Fondo debería usar esas experiencias como base para la elaboración de recomendaciones operativas.
En cuarto lugar, los accionistas del FMI tienen que revisar la gobernanza interna del organismo. El programa argentino no es más que la última en una serie de decisiones en las que aparentemente los intereses políticamente motivados de los integrantes más grandes del Fondo han prevalecido, dejando de lado a la Junta Ejecutiva con su excesiva complejidad.
Tradicionalmente, Argentina recibió un trato favorable de Washington (en comparación con, por ejemplo, los países de la crisis asiática en 1997‑98). La veloz aprobación del programa de $50.000 millones, y la facilidad con que se amplió a $57.000 millones, refuerzan la impresión de que el país recibe un tratamiento especial, a pesar de su incapacidad crónica para manejar sus deudas.
Cuando llegue el momento de un análisis post mortem, se culpará a la víctima. Se mostrarán las deficiencias políticas y de gobernanza de Argentina como explicación de lo que salió mal (y no sin justificación). Pero la cuestión es otra. Se supone que el FMI está para actuar en entornos difíciles. Para hacerlo con eficacia, tiene que reformarse a sí mismo junto con la problemática economía argentina.