Si nos movemos en las complejas arenas del maridaje, el objetivo final es que la bebida y la comida juntas sepan mejor que cada una por su lado. Como bien sabemos, estas nos ofrecen sabores y texturas en la boca que interactúan y se afectan entre sí.
Dependiendo de cuál sea el sabor dominante, el objetivo se puede lograr maridando por armonía, o sea, buscando el mismo sabor dominante en la bebida, o por contraste, donde los opuestos son la mejor opción.
Lo primero que debemos hacer es maridar por armonía el peso. Platos livianos deben acompañarse de bebidas livianas, mientras que preparaciones más suculentas, agradecen mayor cuerpo y estructura en las bebidas que las acompañen.
Siguiente paso es concentrarse en los sabores principales. La acidez y el dulzor siempre se deben maridar por armonía. En palabras sencillas, comidas ácidas van con bebidas ácidas y preparaciones dulces necesitan compañeros igualmente dulces. En este último caso, si el plato tiene ciertos elementos dulces como salsas o frutas, no es necesario que la bebida sea completamente dulce, basta con que tenga delicadas notas de dulzor para cumplir bien la tarea.
El sabor salado debe ser maridado por contraste. Este lo podemos lograr buscando acidez, dulzor o burbujas en las bebidas. Ejemplos clásicos de esto son las aceitunas con un jerez fino, un queso maduro con un vino dulce o un pretzel calientito con una refrescante cerveza.
El sabor amargo puede escoger cualquiera de los dos caminos. Delicadas notas de dulzor en la bebida serán el contraste perfecto para neutralizar sutiles notas de amargor, mientras que delicados recuerdos amargos en las bebidas, como el que le da la maduración en roble a ciertos vinos, armonizan muy bien con el amargo de preparaciones a la parrilla.
Las especies o el picante se maridan igual. Si es sutil, con bebidas igualmente especiadas, mientras que si es intenso, el contraste que ofrecen bebidas dulces o las burbujas de una cervecita será la mejor opción.