El sonido potente de los instrumentos de viento y de percusión fue un elemento fundamental de las batallas en épocas pasadas. El ritmo incesante de los tambores incitaba al paso constante de los soldados. En el fragor de la batalla, los toques emitidos por los potentes instrumentos de viento, permitían transmitir órdenes imposibles de ser comunicadas de otra manera. Los ejemplos en la literatura son numerosos. La Biblia cuenta como las murallas de Jericó se derrumbaron al sonido prolongado de las trompetas de cuernos de carnero. En La Eneida , escrita en el siglo I a. C., el toque de las trompetas da inicio a la batalla. En El cantar de Roldán , poema épico francés del siglo XI, uno de los personajes le pide al héroe “tañer el olifante” (instrumento construido con el colmillo de los elefantes), para pedir socorro a las tropas amigas. Y las crónicas del soldado Bernal Díaz del Castillo, quien acompañó a Hernán Cortés en la conquista de México, muestran que los indígenas también utilizaron trompetas, caracoles y tambores para rechazar y asustar al enemigo.
Las pinturas de escenas guerreras, de la época medieval al siglo XIX, son otra manera de conocer las pequeñas agrupaciones musicales que acompañaban a los ejércitos. Uno de los cuadros que muestra esto es la famosa Ronda de la noche, del pintor holandés Rembrandt. Entre los soldados sobresalen arcabuces, lanzas y banderas, y destaca, al lado derecho, la figura del tamborcillo en pleno redoble.
En el siglo XX, el avance tecnológico de las comunicaciones y del armamento militar hizo innecesaria la presencia de músicos en la batalla. La bandas militares quedaron para dar brillo al ceremonial. Sin embargo, en la Segunda Guerra Mundial hay quizás un último ejemplo de motivación musical. Se trata de Bill Piper Millin, gaitero, quien desembarcó en Normandía junto a las tropas inglesas.