París. Más de 15 años después de la instauración de la moneda única, se ha reabierto el debate en Bruselas y en las capitales europeas sobre las medidas que se deben tomar para mejorar el funcionamiento de la zona euro.
Aprovechando la mejora de la coyuntura económica, Bruselas y los países miembros de la Unión Europea (UE) buscan aprender la lección de los violentos sobresaltos financieros que llevaron a Grecia al borde de una salida de la eurozona desde 2010 y que hicieron dudar, incluso, de la cohesión de la unión monetaria, integrada por 19 de los 28 Estados de la UE.
Instituciones y Estados también tienen que hacer frente al desencanto de una parte de la población, preocupada por los efectos de la globalización y tentada por un repliegue nacional.
El episodio del Brexit mostró que un país podía romper su compromiso europeo si este no le resulta satisfactorio.
En los últimos meses, el presidente francés, Emmanuel Macron, que quiere abanderar un nuevo proyecto europeo, reiteró su voluntad de introducir reformas tanto en los países de la UE como en los de la eurozona.
“El desafío que tenemos en la zona euro es saber cómo lograremos que esta zona euro se convierta en una potencia económica que compita con China y Estados Unidos y cómo conseguiremos resolver lo que desde hace diez años no hemos conseguido hacer, crear empleo”, declaró Macron en septiembre.
Con un Producto Interior Bruto (PIB) de $11,93 billones (unos 10,78 billones de euros) en 2016, el peso de la zona euro es comparable al de China ($11,19 billones) pero sigue estando por detrás de Estados Unidos (18,62 billones), según datos del Banco Mundial.
Con todo, no todos los países están de acuerdo en reformar la zona euro.
Los del Norte, como Holanda y Alemania, primera potencia económica europea, se muestran reticentes a compartir su riqueza con los países del Sur, como Francia, Italia o España, cuya política presupuestaria consideran demasiado laxa.
Prefieren centrarse en reformas más técnicas destinadas a asegurar un mejor respeto de las normas del pacto de estabilidad europeo (déficit público inferior al 3% del PIB, deuda pública inferior al 60% del PIB...), consideradas como la mejor receta contra futuras crisis financieras.
La Comisión Europea trata de encontrar una vía de compromiso y propuso, el 6 de diciembre, un paquete de medidas que incluye la creación de un fondo monetario europeo y la institución de un ministro de Finanzas de la eurozona.
Al término de una cumbre europea el 15 de diciembre, la canciller alemana Angela Merkel, en plena negociación para formar gobierno, no descartó discutir las propuestas del presidente francés.
“Vamos a encontrar una solución común, pues es necesario para Europa”, dijo. “Cuando se quiere, se puede”, insistió.
Emmanuel Macron se irguió como paladín de un futuro presupuesto de la zona euro, que desea que sea significativo y que represente “varios puntos del PIB” de la zona.
Este presupuesto podría estar financiado por “impuestos europeos en los sectores digital o medioambiental” antes de que, quizá en un futuro, un impuesto de sociedades armonizado también aporte su parte.
En noviembre, un “número importante” de ministros de Finanzas de la zona euro se pronunciaron a favor de un presupuesto utilizado como un “instrumento estabilizador” en caso de “choque asimétrico”, es decir, un acontecimiento que golpee duramente a la economía de uno de los países de la moneda común, sin afectar a los otros (por ejemplo, inundaciones catastróficas).
El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, considera no obstante que “una línea presupuestaria consecuente”, definida en el marco del presupuesto de la Unión Europea, se ajustaría mejor.
La principal incógnita radica en la posición de Alemania, que dependerá en gran parte del socio de coalición de Angela Merkel.
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Los socialdemócratas alemanes son favorables tanto a las propuestas de Macron, sobre la creación de un presupuesto, como a la de un puesto de un ministro de Finanzas.
El partido conservador de Merkel, por su parte, no ha cerrado completamente la puerta a un presupuesto, pero prefiere esperar a ver cómo se financiará y para qué servirá.
Merkel tampoco rechaza la idea de un ministro de Finanzas europeo pero, para ella, este debería limitarse a hacer aplicar más eficazmente las reglas de control del déficit y de la deuda.
Tras las fricciones entre el Fondo Monetario Internacional (FMI) y los países de la zona euro sobre la gestión de la crisis griega, los europeos, incluyendo a Alemania, se han ido convenciendo de la necesidad de apañárselas por sí solos en el futuro, dotándose de un Fondo Monetario Europeo (FME).
Este organismo se constituiría a partir del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), creado en 2012 tras la crisis de la deuda en la zona euro, para asistir a países en dificultades financieras con préstamos.
La Comisión Europea presentó el 6 de diciembre un proyecto de FME que sería un ”órgano comunitario”, “responsable ante el Parlamento Europeo” y que tendría la misma capacidad teórica de préstamo, es decir, unos 500.000 millones de euros.
Sin embargo, a Alemania le preocupa perder influencia en el nuevo organismo. En la actualidad, en el MEDE cuenta con un derecho a voto proporcional a su aporte de capital (27%), lo que le da una influencia superior a la que tiene en las instituciones comunitarias.
El futuro FME también podría tener un papel de garante de los bancos en dificultades en la zona euro, si las medidas previstas en el marco de la Unión Bancaria -que también está en curso de constitución- no fueran suficientes.
De todos los proyectos de la zona euro, este proyecto de la Unión Bancaria, lanzado en 2014, es el que está más cerca de completarse. Se trata de darle más solidez a los bancos de la zona euro y evitar que el dinero de los contribuyentes acabe utilizándose para rescatar a bancos en dificultades, como ocurrió durante la crisis.
De momento, ya se han puesto en marcha dos de los tres pilares previstos: el primero, sobre la supervisión de los bancos y el segundo, el destinado a ayudar -en caso de necesidad- a los bancos en apuros con dinero procedente del sector.
En cambio, el tercer pilar, destinado a tranquilizar a los clientes de los bancos, gracias a una garantía europea de depósitos, es más difícil de implementar.
Después de haber presentado un primer proyecto en noviembre de 2015, la Comisión Europea puso sobre la mesa el pasado octubre una versión menos ambiciosa, esperando acabar con las reticencias de Alemania, preocupada porque sus ahorradores acaben pagando por los bancos del sur, mal gestionados a ojos de Berlín.
Aunque los países de la zona euro llegaran a avanzar en las mencionadas reformas, quedarían pendientes otros asuntos cruciales para su cohesión, como la armonización fiscal, que concierne al conjunto de los 28 países del bloque.
El debate se centra especialmente en el impuesto de sociedades. Economistas, expertos y dirigentes políticos van tomando conciencia de los efectos nefastos de una competencia fiscal exacerbada en una Unión donde capitales, bienes y personas circulan libremente.
Entre 1995 y 2016, la tasa normal media del impuesto de sociedades en la Unión Europea perdió 14 puntos porcentuales, esto es, una baja del 33%, según un estudio del Observatorio de Políticas Económicas en Europa, dependiente de la Universidad de Estrasburgo.
El debate gira principalmente en torno al GAFA (Google, Apple, Facebook y Amazon), las grandes plataformas estadounidenses de la economía digital.
Estas concentran sus beneficios en filiales domiciliadas en países de carga impositiva baja, como Irlanda o Luxemburgo, aunque generen casi todo su volumen de negocio en otros Estados de la UE.
Según la Comisión Europea, la tasa impositiva real sobre el beneficio de los gigantes del sector digital en la UE es solo del 9% de media, mientras que la de las empresas tradicionales supera el 20%.
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Pero las repercusiones de la competencia fiscal también se dejan sentir en la economía clásica, como muestra el procedimiento lanzado el lunes por Bruselas contra Ikea. El gigante sueco del mueble es sospechoso de haberse beneficiado de ventajas indebidas en Holanda, a través de acuerdos con la administración tributaria que le ayudaron a reducir beneficios imponibles.
Otras sociedades de la economía clásica ya estuvieron en el blanco de la Comisión Europea, como Starbucks en Holanda o Fiat en Luxemburgo.
En octubre de 2016, la Comisión Europea relanzó un proyecto para instaurar reglas uniformes de cálculo de beneficios, la Base Imponible Consolidada Común del Impuesto de Sociedades (BICCIS).
Con este sistema, que sería obligatorio para grupos con un volumen de negocio superior a 750 millones de euros, los Estados serían libres de definir la tasa impositiva, pero determinarían todos del mismo modo la base de este impuesto.
Solo habría un lugar impositivo pero el producto del impuesto se repartiría después entre todos los países en los que la sociedad ejerza su actividad, en función del nivel de la actividad en cada Estado y no tanto de los resultados de sus filiales.
Este proyecto de la BICCIS todavía tiene que ser ratificado por los Estados miembros y por el Parlamento Europeo. Pero en la UE, toda reforma de tipo fiscal es difícil, pues tiene que ser aprobada unánimemente por los 28 países.