Cinco tortillas de maíz y una porción de queso es el almuerzo de Orlando. “A veces no como ni el tiempo”, confiesa a sus 71 años en El Progreso, Honduras, zona devastada por dos huracanes y una pandemia que empeoraron su pobreza.
Su maltrecha vivienda de barro es una de las pocas que se levanta entre escombros, restos de madera y techos de zinc. En noviembre de 2020 pasaron por aquí los ciclones Eta e Iota, pero los restos de destrucción permanecen, como monumentos a la indiferencia.
A unos 250 kilómetros de allí, el indígena maya Germán Cal Pop recorre lo que alguna vez fue su pueblo, Quejá, en Guatemala. Enumera de memoria dónde estaban las casas antes de que un alud sepultara a la comunidad.
Debajo de la tierra y para siempre quedaron 51 personas, ocho de ellas miembros de su familia. El lugar es inhabitable y fue declarado camposanto, en donde hacen misa en honor a los caídos.
Sin empleo y sin hogar, debió desplazarse a una comunidad vecina y sobrevive con la ayuda del Programa Mundial de Alimentos (PMA).
"La pobreza es lo que está pegando muy duro. Antes sí éramos pobres pero sí comíamos tranquilos, pero ahorita, con la tragedia, la comunidad fue colapsada y el problema aumentó más de lo que es. Y la pandemia que vino... dos golpes duros al año", asegura.
10 millones de personas
De acuerdo con la ONU, unas 10 millones de personas precisan asistencia urgente en Honduras, Guatemala y El Salvador, región conocida como Triángulo Norte, así como soluciones a largo plazo para atender las causas de la crisis humanitaria. Esto equivale al 30% de la población de la región.
A la violencia crónica, la creciente inseguridad alimentaria y los efectos del cambio climático, se han sumado el impacto de la pandemia de COVID-19 y de los recientes huracanes, detalló en abril Mark Lowcock, subsecretario general de la ONU para Asuntos Humanitarios.
El área ha sido por décadas emisora de migrantes hacia Estados Unidos, una actividad que va en incremento desde 2018, con multitudinarias caravanas que salen de Honduras. Un tema que la vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris, está comprometida a abordar.
A veces no como
Orlando Chávez se levanta a las cinco de la mañana y prepara sus caballos y carretas. Viudo y padre de 12 hijos, vive junto a la casa de su hija Mirna, de 42 años.
Con los hijos de Mirna, Antonio (9) y Milton (11), y dos perros, se interna por las brechas abiertas entre los sembríos de palma africana, en las cercanías de la comunidad de El Progreso, 180 km al norte de Tegucigalpa.
En la ruta se encuentra con Francisco, que va a bordo de una bicicleta. Es el dueño de una plantación de palma en donde Orlando y sus nietos trabajan recogiendo los racimos que otros trabajadores desprenden desde lo alto de las palmeras, ayudados por puntiagudas barras de hierro.
Luego las montan en sus carretas y las llevan a un centro de acopio. Desde allí son llevadas en camiones para fábricas de aceite y jabón.
Por cinco horas de trabajo, recibe un adelanto de 500 lempiras (unos $25) de un total de 800, que “apenas duran seis a ocho días”.
"No hay trabajo seguido porque la fruta cada 15 días da su punto, entonces no se puede cortar seguido", detalla.
Cuando el caudaloso río Ulúa, que baña el productivo valle de Sula, se desbordó en noviembre tras las fuertes lluvias del año pasado, el campo de palmeras quedó cubierto y no pudieron entrar. Recién en marzo pasado empezaron a recolectar.
"A veces no como en el día", reconoce Orlando al volver a su vivienda, a la orilla de una polvorienta carretera que cruza entre los cultivos de palma.
Con esas 500 lempiras Orlando gastó 60 en tortillas, entregó 50 lempiras a cada uno de sus nietos y mandó a Antonio a comprar maíz, con 120 lempiras.
De las tortillas también comen sus perros, tres gatos, unas gallinas y patos que se arremolinan en el centro de su covacha.
Dos de sus hijos migraron ilegalmente a Estados Unidos. José, que se fue hace 10 años y nunca más supo de él, y Emilio (20), que ya ha conseguido mandarle dinero.
20 años en 20 segundos
El acceso hasta Quejá, al norte de Ciudad de Guatemala, es por una carretera polvorienta de difícil desplazamiento vehicular. Allí donde hubo un poblado hoy hay escombros y restos de ropa o utensilios de cocina.
Germán aún recuerda cómo, el 5 de noviembre de 2020, mientras la familia almorzaba, sintieron un estruendo y debió huir con su esposa y sus dos hijos, viendo como un río de lodo devoraba su casa.
"Nunca llegamos a pensar que colapsaría en 20 segundos lo que se construyó en más de 20 años", confiesa por su parte Erwin Cal, de 32 años y vecino de Germán.
El cultivo de café, maíz o frijoles representaba un ingreso para el pueblo, pero ahora no hay nada.
Además de perder su vivienda, varios de estos mayas de etnia poqomchí ya habían perdido sus empleos en la capital, debido a los cierres por pandemia.
Los habitantes de Quejá siguen instalados provisionalmente en el poblado aledaño de Chepenal, cuyo territorio tampoco es seguro para vivir, según las autoridades. La ayuda gubernamental es poca, dice Erwin, pero no ha perdido la fe.
“Es incierto y todo lo que venga casi será ganancia. El tiempo no se recupera. Ahora, a tratar de enderezar el camino, quizás olvidarnos por un tiempo. Va a ser imposible que sea para siempre”.