Debemos aprovechar el aplazamiento de la obligación de cumplimentar el Registro de Accionistas y Beneficiarios Finales para concientizarnos sobre su trascendencia e implicaciones.
La construcción de esta base de datos debía iniciar en marzo de este año. Sin embargo, el Ministerio de Hacienda anunció que se traslada el arranque a setiembre del 2019.
No se ha hecho suficiente énfasis en que todas las personas jurídicas están cubiertas por esta obligación.
Muchísimos representantes legales, propietarios de acciones, fiduciarios, etc., creen que este deber no les atañe. Nada tiene que ver con la condición activa o inactiva de la entidad, y el incumplimiento implica multa de un 2% del ingreso bruto; y si no tiene ingresos, aplica una multa mínima de casi ¢1.300.000 y un máximo de casi ¢45 millones.
Además, si cumplimos también nos evitamos problemas de limitación para inscribir registralmente los actos sociales. Ahora bien, si nuestro deber consiste en identificar a la persona de carne y hueso que es la beneficiaria final de esas personas o estructuras jurídicas, vale la pena poner en orden las cosas y evitar que nuestra propia manifestación genere una contingencia: incremento no justificado de patrimonio, presunciones de ingresos, precios de transferencia o aduanas.
Entonces, hagamos un inventario de las sociedades en las que somos socios. Determinemos cómo y por qué adquirimos esa participación social. Determinemos cuáles son los bienes que tiene esa sociedad y revisemos el soporte documental, legal y contable, de esos bienes.
Claramente lo único que se declara es al beneficiario y no los bienes; pero la transparencia es justamente para que la Administración, con sus herramientas legales, pueda hacer el ligue.
Nuestro comportamiento tributario debe tener una lógica estructural, transaccional y documental. Y aunque esto no es nuevo, la obligación de transparentar la condición de beneficiario (y el nuevo impuesto a las ganancias de capital), justifican el esfuerzo de hacer una debida diligencia.