Cientos de familias venezolanas pueblan las calles más transitadas de San José. En la Avenida Central se puede observar más alusiones a Venezuela en carteles, banderas y camisetas de fútbol que símbolos ticos, a pesar de que faltan pocas semanas para Qatar 2022, donde jugará Costa Rica y no el país sudamericano. Es la diáspora más vulnerable de esa nación evidenciada en cartones y telas de rojo, azul, amarillo y vinotinto.
Muchos de ellos no pensaban quedarse en Costa Rica, un país pequeño por el que se puede avanzar rápido de frontera a frontera, en menos de dos días. Pero ahora, alguna parte más bien hace trámites migratorios en busca de un permiso para asentarse. Son migrantes que cruzaron la inhóspita selva del Darién, que conecta a Colombia con Panamá, y que buscaban continuar su camino a Estados Unidos, pero vieron cerrarse esa puerta sin tener un ‘plan b’.
Pensaban llegar a territorio estadounidense y trabajar. Muchos de ellos ya tenían familias que les recibirían o hasta trabajos agendados. Pero Biden y su gobierno le pusieron candado al paso terrestre para ellos, alegando motivos de seguridad; aunque no falta quienes apuntan a cálculos políticos también. La migración hace bulla electoral en Estados Unidos a pocos días de las votaciones de medio periodo. En ellas, el Partido Demócrata se jugará su escueto dominio en la composición del Senado y de la Cámara de Representantes.
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El ‘sueño americano’ se extinguió de la noche a la mañana. Se agotó de la misma manera en que estas personas agotaron sus escasos recursos.
En ese limbo, algunos quieren quedarse en Costa Rica. ¿Para qué volver? No era el destino soñado, reconocen, pero es un territorio que parece tierra firme. Es menos hostil que otras latitudes centroamericanas, es más seguro, es más estable económicamente y cuenta con una cultura de refugio, construida y desarrollada por años.
Decenas o centenas de migrantes piden dinero en las calles costarricenses, buscan refugio y aceptan cualquier trabajo. Caminan de la mano de sus hijos, buscan empezar de cero y algunos ya echan raíces. De a poquito, pero las echan.
Sin opciones
Es el caso de Diana Cecilia Villarreal, de 31 años. Ella se hospeda en casa de una mujer hondureña que le ofreció un cuarto pequeño para ella y su familia, mientras la ayuda a gestionar trámites para establecerse. Ha tenido mucha suerte y esa señora “es buena”, comenta, mientras hace algunas manualidades que vende en uno de los costados del Banco Central.
Sus prioridades son gestionar los papeles necesarios para regularizar su situación migratoria en Costa Rica. Además, busca alguna escuela para inscribir a sus hijos el próximo año.
Ella llegó con su pareja y sus tres niños a Costa Rica. Pensaba continuar hacia Estados Unidos, pero la noticia del cierre de fronteras cayó como un balde de agua helada en el Darién. Más helada que la propia selva.
Por eso ahora busca reinventarse en Costa Rica. Su esposo y su cuñado, que también hacía el viaje con su esposa y sus dos niñas, ya trabajan en labores informales de construcción. Empezaron hace poco, pero es un buen comienzo, dice.
Poco a poco busca alejarse de las calles y las aceras en que pide dinero. Eso es algo “triste” para ella, que salió de los Valles del Tuy en el estado Miranda, porque “nunca había estado de esta manera”. No quiere estar “en medio de la calle, prácticamente atada de manos y pidiendo ayuda”. “Somos personas que nos gusta trabajar. La plata y la vida uno se la gana con un trabajo digno”, comentó.
En Venezuela, Diana Cecilia hacía suplencias en escuelas de preescolar y trabajaba en un supermercado. No ganaba mucho dinero, pero trabajaba. También estudió Educación Inicial y Derecho, pero dejó sus estudios a medias cuando la situación económica le impidió seguir.
La migración venezolana que transita por entre fronteras terrestres, incluida la dura selva del Darién, es una migración pobre. Los que salen ahora de Venezuela son los que no salieron a inicios de siglo, con el golpe de Estado; los que tampoco lo hicieron en 2007, cuando Hugo Chávez ganó las elecciones de 2006 y se instaló con mayor fuerza en el poder; o incluso los que se quedaron tras las protestas de 2014, cuando ya empezaban a salir capas más pobres perseguidas. También son los que nacieron ya sin conocer la vieja Venezuela.
Los que salen ahora son los más pobres. Los que salen ya no porque tuvieran algo que perder, sino porque ya no encuentran nada que ganar, recordó con sus palabras el director del medio alternativo venezolano El Pitazo, César Batiz, para esta publicación.
Entre ellos, por ejemplo, está la pareja de caraqueños que conforman Gregory y Jeanexis, dos muchachos de 20 años cada uno, que salieron con su hija Sophia de solo ocho meses, y ahora se sitúan en una orilla opuesta al Mercado Central. Ellos se arrepienten de haber cruzado el Darién y dicen que no se lo recomendarían a nadie, por el peligro que representa; pero ahora solo piensan en encontrar las vías para darle un mejor futuro a su niña. Para eso salieron a Estados Unidos y, ahora, más bien buscan estabilizarse en Costa Rica.
“Yo no le deseo a nadie que pase por ahí (el Darién). A mí me decían que no me viniera con la niña, pero yo me vine con ella buscando un futuro mejor... Si no fuera por ella yo me habría quedado en Colombia, pero yo buscaba un mejor futuro para ella, para la niña”, repetía el muchacho, intentando explicar su razonamiento, mientras observa con la cara gacha su pareja y su pequeñita, tumbadas las dos a dos metros de sus pies.
Gregory quiere un empleo. Lo está buscando. Ya sacó su cita para solicitar refugio. Ese es un plan que, según dice, tienen él y muchos otros, incluso algunos que se devuelven desde la frontera mexicana o guatemalteca, por el cierre de fronteras gringas. “Hay muchos que se van hasta Panamá y se van en avión a Venezuela, pero también hay muchos que quieren buscar trabajo y hacer su vida aquí”, aseguró. Él solo uno más.
Seguir hacia Estados Unidos ahora que las fronteras se cerraron es casi imposible para la mayoría de personas venezolanas. Los coyotes en México pueden cobrar hasta $5.000 o $6.000 por peligrosísimas travesías. Él no pagaría ese dinero y menos arriesgaría a su niña. Ya no más.
Personas como Gregory o Diana Cecilia ya vieron de todo en la selva. En el Darién, explicó la segunda, es fácil divisar cadáveres, incluso cuando se hace todo lo posible por no ver más de la cuenta. Él intentó desviar la mirada y concentrarse únicamente en afirmar sus zancadas, pero vio al menos cuatro personas muertas, lamenta todavía.
No hay salida
Para salir de Venezuela en esta travesía terrestre, la mayor parte de los migrantes venezolanos que ahora se acumulan en las calles josefinas vendieron todas o casi todas sus pertenencias, según explicó a EF el director del El Pitazo. El viaje a Estados Unidos podía costar más de $1.000 y conseguir ese dinero en Venezuela es un reto mayúsculo, cuando los salarios mínimos apenas rondan los $30 mensuales.
Por eso el cierre de las fronteras estadounidenses para estas personas supone un revés más duro del que a veces se puede dimensionar. Un portazo que les deja sin salidas. Ya no tienen mayores bienes por los que volver a su tierra más allá del arraigo que habían desechado, y conseguir más dinero para volver es complejo en el extranjero.
En Costa Rica se organizan vuelos de regreso, pero el costo alcanza hasta los $500 por persona, según Rebeca Hidalgo, una voluntaria que colabora con la Fundación Lloverá, la cual (como muchas otras fundaciones y organizaciones) atiende a personas migrantes en las cercanías de la Terminal 7-10. Por esa terminal transitan cientos de personas venezolanas todos los días, pues hasta ahí llegan los buses que provienen de la frontera sur y que se internan en el corazón de San José.
Además, volver a Venezuela sería volver a una pobreza extrema. Diana Cecilia recuerda que el dinero que ganaba con su esposo no le alcanzaba para pagar siquiera “media cesta básica para el hogar”.
EF solicitó una entrevista con el canciller Arnoldo André, para conversar sobre la situación de las personas migrantes y los planes del país ante ella, entre otros temas. Sin embargo, la misma fue pactada para una fecha posterior al cierre de esta publicación. El Ministerio de Relaciones Exteriores apenas informó, este 2 de noviembre, de que sostiene reuniones con representantes de Panamá, Colombia y de la Secretaría de Estado estadounidense para “determinar una hoja de ruta orientada a fijar soluciones al flujo de migrantes en la región”, pero aún no comunica mayores resultados, ni planes específicos.
Sobre los permisos de trabajo para personas que buscan refugio, recordó la Dirección General de Migración y Extranjería (DGME), consultada por EF, es un beneficio que las autoridades pueden emitir; pero no siempre lo hacen porque “no es una obligación de la administración”, solo “una posibilidad”.
Hasta ahora, el país mantiene sus fronteras abiertas y las organizaciones de caridad trabajan a tope para atender a los cientos de personas que se acumulan en San José y demás ciudades del país. Sin embargo, el fenómeno parece ser más grande que eso en este momento.
Según dio a conocer la directora de Migración y Extranjería, Marlen Luna, a inicios de octubre, por Costa Rica transitaban unos 3.750 migrantes venezolanos hasta ese momento y, de ellos, hasta un 10% se quedaba en el país para buscar recursos y luego seguir su camino a Estados Unidos. Ahora, ya no hay camino hacia el norte y Luna advertía de que el flujo migratorio venía en aumento.
La estrategia del Gobierno había sido facilitar el paso de estas personas por el país y poco más, pero ahora la situación ha cambiado. Hay una población desamparada que puebla las calles y ya no camina hacia el norte.
“Yo ahora solo pienso en estabilizarnos acá”, dice, entre tanto, Diana Cecilia. “Nosotros antes de emprender este viaje no queríamos estar como nos encontramos hoy sino mejor, pero no contábamos con el cierre de las fronteras. Aún así, el tiempo de Dios es perfecto, nos puso acá y yo digo que Dios tiene un propósito; y yo en este momento, lo que pensamos todos, es estabilizarnos acá, quedarnos acá”.