La Ley Orgánica del Banco Central autoriza a su junta directiva a establecer el régimen cambiario, de modo que el mecanismo para determinar el tipo de cambio tiene el rango derivado de ley habilitante.
Por ese motivo, durante todo el tiempo que estuvo vigente el régimen de minidevaluaciones (hasta finales del 2006), el colón indefectiblemente se iba a devaluar frente al dólar: necesariamente habría ingreso por diferencial de los activos y gasto por diferencial de los pasivos.
En este contexto, por ser una consecuencia inexorable de la devaluación normada, era lógico que el diferencial considerado fiscalmente fuera el resultado de la valuación de las partidas monetarias. Esa es la razón de ser del artículo 12 inciso f del Reglamento de la Ley del Impuesto sobre la Renta, que establece como deducible el gasto por diferencial derivado de los pasivos.
Cuando en 1991 el BCCR abandonó transitoriamente las minidevaluaciones, permitiendo la flotación del colón, la tendencia del efecto cambiario resultaba incierta. Por ese motivo, frente al problema económico que eso podía generar, el Poder Ejecutivo introdujo la norma del artículo 8 del Reglamento, limitando el efecto fiscal al ingreso por diferencial que viniera del activo, para evitar el absurdo de gravar un ingreso potencial derivado de la disminución de un pasivo.
Así, en un contexto normativo donde la moneda se puede apreciar o devaluar de un día para otro, la interpretación de la norma no puede ser igual que en un contexto de certeza. En un contexto de flotación, lo correcto es que las ganancias o pérdidas cambiarias con efecto fiscal sean las realizadas, pues lo contrario puede implicar cargas tributarias que afectan gravemente la capacidad económica del contribuyente.
Lo que nunca debería estar en discusión, ni antes ni ahora, es que la valuación de una inversión mantenida en el exterior no puede ser gravable.