Del filósofo, matemático y físico francés René Descartes (1596-1650) heredamos el Discurso del método; de algunos políticos costarricenses, en especial diputados, recibimos el discurso sin método.
El nombre completo de la principal obra del pensador galo es Discurso del método para conducir bien la propia razón y buscar la verdad en las ciencias; el título de la verborrea sin sentido con que se “lucen” algunos de los llamados padres de la Patria bien podría ser Discurso sin método para dejar de lado la razón y buscar la verdad en los disparates.
Vale la pena recordar, en este contexto, lo que decía Napoleón Bonaparte: que en política la estupidez no es una desventaja. ¿Cómo interpretar estas palabras?
De acuerdo con el matemático y escritor italiano, Piergiorgio Odifreddi, autor del Diccionario de la estupidez —publicado por Malpaso Ediciones— esa declaración significa que los políticos han de gustar a la gente, que en su mayoría es estúpida. “Por lo tanto, un político que no sea estúpido debe fingir serlo”, afirma este divulgador científico.
Muy duro y grosero eso de calificar a alguien de estúpido (“necio, falto de inteligencia”), pero por más que se trate de ser cortés y respetuoso, o bien disimular y ser tolerante en aras de la convivencia pacífica y civilizada, resulta imposible pasar por alto ciertas ocurrencias de diversos personajes diestros en sorprender (¿o fingir?) con la temeridad de sus necedades e incongruencias.
Estos atentados contra la oratoria (el arte de la elocuencia) no son nuevos en Cuesta de Moras, suman ya una buena cantidad de años; sin embargo, tengo la impresión de que tienden a recrudecer, agudizarse y superarse a sí mismos con creces.
¿Parlamento o parloteo?
Nada de malo tendría el hecho de que las cantinfladas, vocablo que prefiero utilizar en lugar del empleado por Napoleón, tuvieran lugar en espectáculos circenses, farandulescos o humoristas; lo lamentable es el hecho innegable (¡no se puede tapar el Sol con un dedo!) de que ocurren en sesiones del Primer Poder de la República.
En efecto, nada menos que en el Parlamento, en donde todos los actores que hacen uso de la palabra deberían esforzarse por honrar, o al menos no pisotear, la elegancia del verbo parlamentar (“entablar conversaciones con la parte contraria para intentar ajustar la paz, una rendición, un contrato o para zanjar cualquier diferencia”), en vez de elevarle el nivel al término parlotear (“hablar mucho y sin sustancia, por diversión o pasatiempo”).
No se trata de contar con una Asamblea Legislativa cuyos 57 legisladores nos hagan evocar con sus discursos a los oradores de la Antigua Grecia, como Sócrates, Pericles o Demóstenes, pero tampoco que frustren, entristezcan o irriten a los ciudadanos con alocuciones muy por debajo del nivel de debate que requiere el desarrollo de Costa Rica.
Que nuestros diputados hagan reír es lo de menos. Lo preocupante es que destaquen más por sus gracejadas que por sus ideas, aportes y acciones en pro de la reactivación económica y la consecuente generación de empleo. Parafraseando al expresidente José Figueres Ferrer, ¿para qué guasones sin estadistas?
Estos políticos que se enredan en sus propias palabras, quizá por el afán de hablar aunque no tengan nada sustancioso que decir, bien harían en tener presente el siempre sabio y oportuno consejo que don Quijote le dio a Sancho: “Sé breve en tus razonamientos, que ninguno es gustoso si es largo”.
Dicho de otra manera, imitar a los “Hombres Minuto” de la novela Al este del Edén, del estadounidense John Steinbeck, así llamados precisamente porque pronunciaban discursos de un minuto.
Quizá estos ejemplos literarios contribuyan de alguna manera en la eterna aspiración de que el Congreso sea, además y sobre todo, con seso.
Es decir, que el Primer Poder de la República sea un excelente ejemplo de la máxima de Descartes: “Pienso, luego existo”... pienso, luego hablo.