En un día de cuarentena, ordenando la biblioteca, encontré un librito añejo y sugerente: “La ilusión”. Para Miguel-Ángel Martí la ilusión es una alegría anticipada de algo que no se tiene, pero que se espera poseer: es una mirada hacia el futuro, que llena de alegría el presente.
Nos ilusiona un proyecto que queremos realizar, y lo alimenta la esperanza de algún día lograrlo. La ilusión invita a soñar; la esperanza, a trabajar. Desde esa perspectiva, parece que hoy el confinamiento encarceló nuestra ilusión y, con ella, quizá la esperanza y hasta la alegría.
La forzada transición al confinamiento ha limitado a muchos la posibilidad de ser felices, reemplazándola por la de sobrevivir. Junto al teletrabajo o el desempleo, la ansiedad entró en las casas, como nunca antes lo había hecho; pero no por exceso de proyectos, sino por falta de ilusión, incautando incluso el anhelo de soñar.
Paradojas
Esa aparente restricción para soñar, propia del confinamiento, dio paso a la trascendencia y cuestionó el propósito para vivir. De la noche a la mañana, el discurso colectivo pasó del “yo” al “nosotros”. Antes, el paradigma del éxito estaba instalado en el “ego”, en obtener resultados, alcanzar metas, títulos, dinero, mascotas, vehículo y apartamento; en consumir incansablemente para tener, no para ser felices. De pronto, el aislamiento obligó a velar por el bien común, a compartir el espacio personal para cederlo a otros, a limitar los movimientos, a quedarse encerrados para cuidar el país, a consumir menos para cultivar el ser; a reaprender que la felicidad no estaba en casa, sino en construir un hogar.
Paradójicamente, la ansiedad suscitó la reflexión; el confinamiento, la apertura; el abrirse llevó al diálogo. Como afirma un amigo, “dialogar” no es lo mismo que “negociar”. Aunque ambos buscan llegar a una solución, el diálogo es más noble, porque puede alimentar la ilusión y la esperanza. Se negocia con una agenda, con la expectativa de obtener unos resultados; en cambio, se dialoga para compartir, sin un afán de persuadir. Se puede dialogar con un indigente, y resolver su soledad; con un amigo y solucionar el mundo. Por el contrario, con un empresario, se negocia, pero no siempre se dialoga.
Quienes creen que a la pandemia del COVID le seguirá una insípida normalidad, tal vez convenga recordarles que el antídoto a la tristeza puede ser ese diálogo sincero que aviva la alegría. El diálogo puede hacer brillar la esperanza y rellenar de serenidad las vidas. El diálogo puede provocar las emociones y dar nobles sobresaltos. Dialogar con las personas correctas, puede revivir la ilusión en el confinamiento.