La reforma al sistema de pensiones puede ser o no justa, si se piensa que al iniciar la vida laboral ya se tenía un horizonte establecido y a uno le empezaron a rebajar cada mes según ese cálculo aritmético, probabilístico o futurista que hoy nos dicen tenía más de metafórico, hiperbólico y símil que todos los poemas de Jorge DeBravo, Rubén Dario y Gabriela Mistral.
También podríamos pensar en una especie de inquina institucional, si vemos que cualquier ampliación de la edad de jubilación atrasa o evapora el sueño de retirarse y realizar algún proyecto personal, desde vivir en una casa de campo, cabaña de montaña o tienda de campaña en la playa, cultivar algún huerto, ir de pesca, dar clases en alguna universidad privada (donde parece que más bien hacen un pago simbólico por dar clases), o escribir, leer, pintar, pasear, ver al sol salir por un lado y luego verlo esconderse por el otro, sentarse en el parque o hacer ejercicios, yoga y prácticas espirituales, por aquello, contando con un ingreso básico para pasar con algo de zozobra y un poco de tranquilidad por el que pasará en el trabajo al día siguiente.
Y ni que decir de pensar con cuál fuerza, condición y coherencia llega uno a esa etapa laboral que ahora se quiere extender, porque —sin duda— el tiempo se hace sentir, las horas pesan, los días son lápidas y los años son ultramaratones a través de las cordilleras de Talamanca, los Andes y los Alpes, juntas y seguidas.
Claro, la experiencia cuenta. El conocimiento acumulado vale oro, la continuidad genera confianza en los clientes y los equipos laborales marchan bien aceitaditos con el balance que dan quienes vienen cargando nuevos ímpetus y quienes mantenemos la memoria, garantizamos la identidad corporativa, recordamos glorias empresariales y tenemos a cargo pasar a los jóvenes, como una estafeta, los malos y repetidos chistes de siempre.
El problema es que la experiencia tiene un mayor peso en las planillas, más por antigüedad y quizá menos por trayectoria, títulos y merecimientos, aunque durar tanto se considere un logro.
Las empresas apuestan por quienes suponen vienen con algún chip que facilita la adaptación tecnológica, la resiliencia al cambio sin interrupciones y los idiomas, la disposición al trabajo en equipo, la apertura para certificarse de todo y la energía real, potencial o imaginada que se suele aplicar frente a una consola. Además, en un Excel aparecen con costos más adecuados a épocas como las actuales de crisis continua, búsqueda de rentabilidad constante y recortes permanentes, aunque se sacrifique el espíritu de sacrificio, productividad, dedicación y workaholic que caracterizan a los que estamos calificados de boomers. Nada es perfecto.
La realidad es que antes de la edad actual de la jubilación se empieza a sentir que en el mercado laboral —como lo habíamos anotado en un post ya viejo cuando el problema era tener más de 50 y no más de 40— las ofertas, la inclusión y las posibilidades de contratación se reducen, para no decir que se descartan, total o casi automáticamente, cuando aparecen hijos e hijas, sobrinos y sobrinas, nietos y nietas, enfermedades y malestares varios, deudas, congojas, terquedades, cabezonadas, comentarios directos y claros a las decisiones gerenciales de ocurrencias.com, y canas.
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No es casual que la OCDE diga, en el informe que recién presentó sobre la economía de Costa Rica, que hay que mover la edad de jubilación conforme se mueve la esperanza de vida, pero que hay que capacitar, educar, formar y hacer transferencias de conocimiento, actualización, habilidades técnicas y, si es posible, transfusiones de aquel chip del que hablamos antes para que las personas puedan seguir en su vida laboral, como empleados, como emprendedores o como sea.
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Pero mejor vayamos haciéndolo cada quien por aparte, de forma individual, y no nos esperemos. Podríamos y deberíamos ir pensando en tener mini-mipyme de venta de aguacates (aunque ese mercado creo que se saturó desde la pandemia, pues he visto cada vez más puestos de venta por ahí, en particular desde que se desarregló y se arregló el lío de los aguacates importados), limones, naranjas o agua de coco.
Podríamos hacer una autoconversión masiva hacia el delivery o como chóferes de Uber o DiDi, los que tengan carro en buen estado, aumentar la fuerza laboral de ventas en la Avenida Central y entrenarnos como consejeros de algo, abogados del diablo, youtubers o tiktubers, influencer de nutrición, ejercicios, vestidos de baño o ropa interior, eliminadores de malos pensamientos o árbitros de fútbol con o sin WhatsApp.
Deberíamos irnos certificando de manera anticipada, porque tenga por seguro que más de una autoridad leyó la parte que decía que es menester ampliar la edad de retiro, pero no la que dice que hay que ver qué se hace por tanto potencial jubilado (incluyendo a quienes tienen hoy 20 años de edad y empiezan su carrera laboral, porque algún día llegarán ahí) que andará deambulando tarde o temprano para ver cómo se sobrevive o cómo se termina de sobrevivir. Y en las empresas los re-entrenamientos suenan caros y la cobija no da para tanta capacitación y actualización.
Sabemos que ningún curso corto, certificación o postgrado (con o sin T, que la Real Academi Española los acepta igual) lo va a arreglar, que es un asunto de economía, de mercado, funeral definitivo del Estado de Bienestar y del sindicalismo (excepto en Francia e Inglaterra) y de demografía (jelou Thomas Malthus), pero al menos apliquemos algo de ironía, sarcasmo o mala leche y seamos políticamente incorrectos.