Cuando llego a la tienda de conveniencia, que queda aquí a dos cuadras, hay varios clientes.
Una señora espera en fila para pasar a la caja. Entró y fue directo a los estantes del pan y la repostería. Únicamente lleva su bolso de mano. Cuando pasa la cajera le receta una letanía: si quiere un producto de la canasta de promoción y si tiene la app (que da puntos por la compra). La señora contesta que no a la propuesta y a la pregunta.
El que sigue en la fila debe tener unos 30 años. Si es así es un millennial, la generación nacida entre 1981 y 1993. Cuando nació, la televisión por cable y la computación apenas iban llegando a las casas y a las empresas en nuestro país. Mientras está en la fila, mira la pantalla una sola vez, constatando si hay algún mensaje.
Después sigue otro cliente. Es más joven. Es un centennial, de los que nacieron conforme el siglo XX se iba acercando. Va concentrado en su celular. Sigue en la fila, a distancia y según las indicaciones colocadas en el suelo de la tienda. Cuando el que lo precede pasa a la caja, avanza sin siquiera levantar la mirada de la pantalla.
Los centennials nacieron y crecieron cuando ya estaba el cable, la computadora e Internet. No entienden la gracia de Friends (y si realmente uno lo medita, tienen razón), cuestionan que comparen a los de The Big Bang Theory con los aficionados a los videojuegos y tampoco se identifican ni se reconocen completamente en lo que les ofrecen las marcas.
Cuando la cajera le ofrece productos de la canasta de promoción no se inmuta, no se sorprende y responde que no. Coloca el celular –con la app abierta– cerca de un dispositivo, acerca la tarjeta al datáfono para que lea el chip y se va sin dejar de ver el celular.
Excepto por esa app, nada fue diferente. Durante su estancia no recibió un mensaje para saludarlo y obtener su consentimiento para enviarle información de promociones. Más bien tuvo que soportar el mensaje monótonamente recitado de la cajera sobre si usaba la app y si quería algún producto de la canasta.
Hay empresas que creen que aún todos sus clientes bailaron disco o la bachata de Juan Luis Guerra, que fueron al concierto de los derechos humanos, que brincaron con el triunfo de la Sele ante Escocia y Suecia en Italia 1990 o con las medallas olímpicas de las hermanas Poll, y que vieron el eclipse total de sol.
No se enteran que los millennials hace rato se incorporaron al mercado ni que los centennials ya lo están haciendo o lo harán pronto, una vez que la economía pase el bache.
Menos reconocen sus particularidades. Que los millennials apenas recuerdan un mundo previo a Internet y que los centennials no saben qué hubo una vez un mundo sin Internet. Que conforme estas nuevas generaciones dejaban sus pañales, nacieron Amazon, Google, Facebook, YouTube, Spotify, Netflix y WhatsApp y el iPhone.
“Hablamos de alguien que no ha conocido otra realidad que la digital”, advierte Oriol Ros, director de desarrollo corporativo de Latinia, una firma de software de procesamiento de eventos para la banca.
Los centennials representan el 35% de la población mundial y se calcula que para este año superarán los 2.560 millones de personas. Según un estudio de Ameritrade, el poder adquisitivo de esta generación sobrepasó los $200.000 millones en el año 2019.
Las nuevas generaciones traen sus propias particularidades en la forma cómo usan los servicios digitales, cómo se comunican y en el tipo de respuestas que esperan recibir. Pero, como en todo, sus comportamientos rápidamente son emulados por los otros grupos de edad. Al final las conductas se parecerán y ejercerán igual presión sobre los negocios.
Las nuevas generaciones nacieron en un mundo de cambio climático evidente. Vieron a sus padres –consumistas y conformistas– endeudados. Las crisis del 2008 (para los millennials) y la de la pandemia del COVID-19 (para millennials y centennials) son agujeros negros que se tragan sus posibilidades de empleo, independencia y desarrollo. Están saturados de polarización y de información.
Ellos esperan que las empresas y las marcas entiendan sus expectativas, que sean éticos y sensibles a iniciativas medioambientales, de igualdad de género y contra la discriminación racial. Se orientarán a marcas que se preocupan, encajan y los conectan a lo que realmente importa y que atiendan sus necesidades y demandas de bienestar, ahorro e inversión inteligente. Exigen herramientas, servicios y aplicaciones en línea que se los faciliten.
Ambas generaciones son reacias a la publicidad y a los moldes de información antiguos. Lo convencional (información tradicional en medios y de características de productos en sitios web) no es suficiente e incluso pasará de forma irrelevante.
Valoran la autenticidad, la sorpresa, las interacciones amenas y donde sean protagonistas, que los entretengan, y las experiencias que aporten valor.
Están más atentos a las recomendaciones y reviews de otros usuarios. Fluvip, compañía que desarrolló la plataforma de Influencer Marketing en Latinoamérica, recalca que son consumidores que confían más en los consejos de amigos y familiares (84%). Su percepción de una marca, además, está influenciada por la recomendación de otra persona (70%).
Los nuevos consumidores van al azar por Internet sin detenerse más allá de unos instantes, pero se concentran en el contenido no convencional que los emocione y los enganche: historias y experiencias, tendencias, estudios y guías.
Experiencias de este tipo hay. En un chequeo de firmas de comercio electrónico, asesoría, telecomunicaciones o bienes raíces en EE. UU. encontré que ofrecen blogs, storytelling, investigaciones, videos, podcast y tips, entre otros.
Aquí, en Costa Rica, la narrativa de la mayoría de las empresas sigue ignorando todo eso. “Las marcas que carecen de estrategias de mercadeo efectivas normalmente no generan más de un 4% de engagement en sus redes sociales”, advierte Sebastián Jasminoy, CEO de Fluvip.
A nivel de empleo, ocurre parecido. Un estudio de Manpower Group indica que, aparte de mantener el empleo, las principales preocupaciones de las nuevas generaciones son la seguridad para regresar a la oficina y no perder la flexibilidad y el balance de familia y trabajo ganados durante la pandemia.
Hace unas semanas entrevisté a un joven “ejecutivo”. No viste de traje. Trabaja para una empresas de servicios ubicada en Heredia y también impulsa un proyecto virtual de cursos de actualización de una universidad privada. Desde el inicio de la pandemia, él se trasladó a una casa en una playa de Guanacaste. No es el único.
Una amiga tenía varias semanas de publicar en sus cuentas de redes sociales fotos de la playa que un viernes le pregunté a cuál playa iba el fin de semana. Me respondió que se había ido a vivir a la playa hasta el nuevo año. Desde allá trabaja.
Recordé dos anécdotas que me contaron en una empresa de servicios que visité hace un tiempo.
Ahí llegan a dar toda una semana de teletrabajo, después de varias etapas en las cuales la cantidad de días de trabajo remoto se va incrementando.
Un día vieron fotos de un paseo de un colaborador en Nueva York, en sus redes sociales. Pero él no estaba de vacaciones.
El muchacho viajó un sábado, aprovechó el domingo para pasear y de lunes a viernes se conectaba para cumplir su horario laboral, las tareas que le correspondían y las que surgieron durante esos días, y para mantenerse comunicado con sus jefes y equipo.
Cuando llegaba su “hora de salida”, apagaba y se iba a dar una vuelta por la Gran Manzana.
Otro día, de una empresa cliente ubicada en uno de los Estados del medio oeste de EE. UU., el gerente les comentó que había conocido al muchacho que los atendía desde Costa Rica.
–¿Cómo lo conoció?
–Él vino aquí.
El empleado aprovechó su semana de teletrabajo, viajó el fin de semana y fue a conocer al cliente. En ningún momento dejó sus tareas botadas.
La flexibilidad y la calidad de vida son primordiales para las nuevas generaciones. Para los mayores, el trabajo –ojalá durante toda la vida en un mismo puesto o empresa– era de “agradecer”. Le debían su compromiso y su fidelidad. Al menos mientras duraran ahí.
Las nuevas generaciones se plantan y preguntan qué les ofrecen.
A principios de la pandemia, me lo comentaba un empresario informático. Los candidatos son quienes preguntan por el salario, las condiciones laborales y los beneficios.
“Si la oferta en otra firma es mejor, ni regatean. Te dejan hablando solo. Te miden por lo que ofreces. Y, si los contratas, cuando aparece una mejor opción, ni siquiera renuncian: no aparecen más”, me dijo el empresario.
Es el mismo comportamiento que tenemos como consumidores. Hoy todos hacemos zapping. Como en un food court: nos fijamos en todas las posibilidades y elegimos la que resuelva mejor y con la mejor experiencia de compra.
Cuando regreso de la tienda de conveniencia, me encuentro al dueño de la tienda que hay debajo de mi apartamento. La tienda es de ropa y accesorios para fans del rock, especialmente del rock metálico. También venden artículos de sex shop.
Él abrió un negocio de máquinas de juegos electrónicos. Lo tenía al frente y con la pandemia lo trasladó, aprovechando que se desocupó un local más arriba, a una mejor ubicación.
Lo veo darle instrucciones a una persona que se encarga de realizar reparaciones y mantenimiento de las máquinas.
Cuando se vuelve y camina hacia la tienda, le pregunto si va a abrir de nuevo el negocio.
“En realidad, lo tengo abierto desde hace tiempo”, me responde. “Lo que hacemos es que los clientes apartan su espacio mediante una aplicación. Es para mantener la ocupación del 50% del espacio”.
Los clientes ingresan en los horarios elegidos y se cierra la puerta para evitar problemas con otras personas que pasen al frente y se les antoje jugar.
La aplicación les resuelve el problema y los clientes saben que tendrán su espacio asegurado, además de ser muy fácil de usar para ellos. Es saber engancharse, también.
No es tan difícil. ¿Verdad?