Parece que nadie. Un profesor español quería guardar todos sus archivos en Drive, el servicio de Google a través del Gmail. Como era un volumen que sobrepasaba la capacidad de la cuenta gratuita, decidió suscribirse y pagar por un buen almacenamiento virtual.
Ahí guardó todos sus archivos, incluyendo las fotografías de sus hijos cuando eran bebés (ojo: ni siquiera las publicó; las guardó como cualquier padre que guarda las fotos físicas o digitales de sus bebés con o sin pañales).
De un día a otro la compañía le cerró el servicio, porque supuestamente infringe las condiciones respecto a imágenes de menores de edad. O eso cree él que pudo ser, aunque tiene otra conjetura pues, a pesar de múltiples intentos, no recibe respuestas.
No es el único caso. Personas a quienes les secuestran la cuenta de Instagram, aquí en Costa Rica (aunque El País también publicó un reportaje de casos en España) y empiezan a intentar recuperarlas, ya sea porque ahí tienen recuerdos publicados que añoran o eran los canales de mercadeo y ventas de sus negocios donde con grandes esfuerzos tenían cientos o miles de contactos, seguidores y clientes.
Alguien aquí en Costa Rica abrió una cuenta para el negocio de manualidades en Instagram. No registró su fecha de nacimiento, porque empezó su emprendimientoen fecha imprecisa: un día alguien le pidió un favor y le pagó, otro día ofreció su producto y de pronto, con el tiempo, tenía clientes y promocionaba lo que hacía en forma constante ya sí como una pequeña empresa.
No creyó necesario indicar ese dato ficticio. Pero la compañía Meta —propietaria de Instagram— le bloqueó la cuenta, después de mucho tiempo y cuando ya ha pasado mucha agua debajo del río, porque alega que no puede garantizar que no sea menor de edad haciendo publicaciones que infringen sus términos y condiciones (¿las manualidades no cumplen sus términos y condiciones?).
Alguien más, también aquí en Costa Rica, publicó una anécdota en Facebook, algo que le pasó, sin más intención que contar lo que le ocurrió en aquel desventurado año de 2020. La red lo bloqueó porque dice que infringía sus reglas sobre información de la pandemia.
En todos los casos intentos infructuosos de comunicarse, de querer ver qué se infringió, de aclarar, de pedir que revisen, que si hay algo incorrecto fue inocentemente o involuntariamente, sin saber, sin mala intención.
Mientras, ese usuario o esa usuaria observa como las mismas redes sociales, que le bloquean, están inundadas de noticias falsas y desinformación, calumnias, insultos, comentarios de odio, homofóbicos o xenófobos (Vinicius, el jugador brasileño del Real Madrid, publicó sobre todos los ataques que recibe diariamente por su color, su origen y la forma cómo celebra sus goles, al punto que el equipo tuvo que salir en su apoyo).
Ese usuario o usuaria mira con igual asombro a gente intentando engatusar a otras personas, más inocentes y desesperadas por alguna situación, con múltiples promesas de hacer millones en negocios, con criptomonedas desconocidas o conocidas, con transacciones maravillosas o ventas de productos super poderosos y que a todas luces son una estafa en proceso. O mira las fotos publicadas en redes sociales que —si no lo son— parecen en un 99% contenido para adultos.
Y peor aún: mira sin poder hacer nada la gran cantidad de spam (enviado por empresas y gente que sí se dedica a enviar materiales de todo tipo y de todos los contenidos y que sí infrigen los famosos términos y las famosas condiciones) que llega a la bandeja de entrada del correo y sin que ni Google en Gmail ni Microsoft en el antiguo HotMail (hoy Outlook) los detecten ni tampoco lo filtren o se propongan instalar sistemas antispam que sean efectivos, eficientes y eficaces.
El usuario común mira todo eso, sin que no parezca que esas redes y firmas hagan algo y sin recibir respuesta a su solicitud de revisión. Nada. Solo un muro de silencio. Tal vez una respuesta de “estamos revisando su caso” y que no pasa de ahí.
Hay redes sociales como Twitter que oficialmente advierten que una apelación a una decisión suya de bloqueo tiene muy pocas posibilidades de ser aceptada. La pregunta incluso es si la atienden o si hay alguien que se fija por casualidad en que tal vez la persona tenga razón.
Las únicas opciones: crear otra cuenta, empezar de cero, perderlo todo (incluyendo el título universitario almacenado en Drive, como en uno de los casos publicados por El País) o huir con la sensación (dice el profesor español) de que cualquier día la policía podría tocar la puerta porque la San Google, la San Meta (dueña de Facebook, Instagram y WhatsApp) o la San Microsoft (El País de España relató un caso relacionado también con el servicio de almacenamiento en la nube llamado OneDrive y que forma parte del Outlook) están obligados a reportarlo a una entidad en EE. UU. y esa entidad a la policía local.
Y el profesor pensando: ¿qué pudo ser?
Tal vez las fotos de sus hijos cuando era bebé, que guardó en Drive. Tal vez alguno de los comentarios en alguno de los mensajes de alguno de los contactos de alguno de los chats en WhatsApp (tuvo la ocurrencia de almacenar en Drive todas las conversaciones que tenía sin borrar en su aplicación de mensajería).
No lo sabe, porque nadie en Google le responde, ni porque paga su servicio y no ha dejado de pagar la suscripción, ni recurriendo a un amigo de un amigo de un conocido que trabaja ahí y tampoco contando su caso a toda España por medio de El País y, a través de la publicación en Internet, a todo el mundo.
Entonces uno termina con la sensación de que, además de cuidarse de los ciberdelincuentes, también hay que cuidarse de esas compañías, de no confiarles ya nada, diversificar las plataformas y canales, crear respaldos, y crear respaldos de los respaldos, y publicar lo estrictamente necesario. No solo porque lo saben todo.
Porque de un día a otro, también, te quedas sin nada, desapareces del todo, pues ya se sabe: quien no está en Internet, no existe. Y hoy es necesario existir ahí para los negocios, para el empleo y hasta para el estudio. aunque existan ludistas que lo nieguen.