La contingencia que enfrentamos a causa del COVID-19 se ha prolongado más de lo estimado. Sus consecuencias siguen pintando un panorama incierto a corto, mediano y largo plazo que continúa llevando al extremo las capacidades de dirección, planeación y gestión de los líderes de empresa quienes, casi con frecuencia diaria, tienen que estar proyectando y ejecutando cambios significativos en distintos aspectos tales como: los productos y servicios dadas las preferencias emergentes de los consumidores, el uso de la infraestructura tecnológica y física, el rediseño y optimización de los procesos de trabajo y operación, así como de los modelos mismos de negocio. Pasando incluso por ajustes en los estilos de liderazgo y prácticas de control necesarios para que las cosas sucedan a la velocidad que exige el entorno.
La profundidad de la crisis ha sido tal que incluso nos ha mostrado que modelos de negocio innovadores, que iban desarrollándose bien, como el co-working y otras formas de sharing economy, no han quedado ajenos a las afectaciones de la turbulencia.
No podemos dejar de enfatizar, incluso en estos momentos, la importancia de la innovación en el ámbito de los negocios y de la empresa misma. El éxito, en este campo, depende precisamente de encontrar nuevas formas y de construir capacidades distintas para generar y entregar valor en forma consistente a los clientes, lo cual implica además retos de todo tipo para los diferentes niveles y áreas de la organización. Sin embargo, existe una dimensión importante de la innovación que suele ser dejada a un lado y a la que no se le presta la atención que merece: la necesidad de renovar el estilo de mando y las capacidades de ejecución mismas que con frecuencia se piensa deben ser perennes.
Es en este punto en donde se intersecta la teoría de la administración —es decir, el estudio de las técnicas y prácticas para lograr la misión de las empresas— con la antropología —el estudio de la persona—. Como hemos tratado de mostrar en textos anteriores, si bien ambas dimensiones son importantes para la gestión eficiente, en tiempos de crisis son cruciales. El carácter de las personas que dirigen y actúan dentro de las organizaciones, normalmente, representa una variable menor en y para la gestión cotidiana dándose mayor peso relativo a las capacidades técnicas. Si bien es cierto que el talento debe evaluarse objetivamente, para la optimización del desempeño por parte de los colaboradores talentosos, el carácter debiera ser también un factor a considerar, ponderar y desarrollar.
Cualquier decisión en el ámbito de la empresa exige conocimiento de sus circunstancias y condicionantes. De otro modo, el acierto o éxito en la ejecución de la misma resultaría poco probable. Así pues, la información directiva debe considerar tanto las condiciones internas de la organización —sus activos, flujo de caja, competencias y habilidades del personal etc.— como las externas —el entorno político, social y económico, las preferencias de los consumidores, etc.—. En el contexto de las decisiones directivas esto es lo que conocemos como diagnóstico.
Carlos Llano, filósofo, empresario y fundador del Ipade, identificó dos dimensiones necesarias para un diagnóstico efectivo: objetividad y humildad. El riesgo de tomar una decisión sin un diagnóstico adecuado es el de “definir la meta antes de analizar la situación y, acto seguido, ver la situación no como es en realidad sino como debería ser para que la meta sea posible.” Decidir bajo condiciones falsas o distorsionadas pone en riesgo cualquier proyecto. Es aquí donde el carácter de las personas que dirigen las organizaciones juega un papel relevante: los deseos y aspiraciones personales provocan interferencia, para bien o para mal, en el conocimiento de las condiciones sobre las cuales actuamos.
La objetividad consiste en la capacidad de reducir la interferencia negativa de la subjetividad —es decir, la de los apetitos, miedos e intereses no legítimos de los decisores— para lograr así una lectura lo más adecuada posible de la realidad. Para ser objetivos es necesario, por lo tanto, tener autoconocimiento, es decir, saber cuáles son estos impulsos interiores que podrían distorsionar el diagnóstico. En ello consiste la humildad.
Puede verse, entonces, que la humildad constituye la contraparte interna de la objetividad. Si esta última consiste en el conocimiento de la realidad externa, la humildad es, por tanto, el conocimiento del mundo interior de la persona. Si la objetividad nos muestra las posibilidades y límites de la organización para alcanzar sus metas, la humildad trae a la luz las virtudes y defectos de las personas que deciden y actúan en ella.
Las crisis marcan la relevancia de las cualidades personales de los miembros de la organización y además las hacen evidentes; particularmente, las de las personas a cargo de la dirección. Por ejemplo, a pesar de que una buena cantidad de oficinas permanece cerrada, las actividades aún deben cumplirse para lograr la supervivencia de las empresas. En este contexto tanto directores como directoras acostumbrados al micromanagement —es decir, a la gestión minuciosa de las actividades en las personas a su cargo— seguramente están teniendo actualmente más problemas para adaptarse que aquellos líderes que delegan mejor. Donde, los primeros, antes intervenían a detalle sobre las acciones individuales, ahora deben replegarse a una posición de apoyo a sus colaboradores en combinación con la fijación de objetivos claros.
Un cambio de esta clase no es sencillo. Para lograrlo es necesario, en primer lugar, saber si el estilo de liderazgo es adecuado para la situación actual o si debe cambiar. Posteriormente, cada líder debe cuestionarse si las competencias que posee son pertinentes para los cambios exigidos. A ello debemos sumar el hecho de que las decisiones en tiempos de crisis no pueden tomar demasiado tiempo.
Aunque no es motivo de este texto explorar de manera exhaustiva vías para, por ahora, desarrollar y lograr cambios específicos a nivel personal y organizacional, sí podemos indicar un aspecto importante para iniciar la transformación tanto de organizaciones como personas: el diálogo profundo y enfocado.
Invitar a los colaboradores a brindar retroalimentación, escuchar seriamente su punto de vista y tomar en cuenta sus observaciones parecería una tarea sumamente sencilla. Sin embargo, cuando dicho diálogo tiene que ver con las cualidades personales o el estilo de liderazgo, escuchar con humildad puede ser muy difícil. Para lograr un diálogo exitoso entre los distintos niveles de la estructura en la empresa es necesario fomentar un ambiente de confianza y, sobre todo, de apertura. Escuchar seriamente a los demás no sólo es benéfico al interior de la organización; también puede clave para el crecimiento personal de los líderes. En estos momentos de crisis, los directores y dueños de negocios necesitan un espejo que los haga reflexionar más que sobre sus capacidades técnicas, sobre su carácter y la respuesta de éste ante la crisis. La comunicación franca, abierta y constructiva con colaboradores puede constituirse en ese espejo tan necesario ahora para los líderes de organizaciones.